Man Of Kleenex.
(Cuidado: este post está plagado de spoilers).
En primer lugar, amo a Superman. Este es un amor que es muy difícil de explicar para la inmensa mayoría de personas que nunca leyeron un comic de superhéroes e inclusive para varios de los que han pasado todas sus vidas leyendo, coleccionando y obsesionándose con ellos. Existe ese prejuicio, estúpido, de que Superman es vainilla, aburrido, simplón, un mojigato, un santurrón. Existe esa estúpida comparación con Batman, que se transmite de generación en generación y que posiciona a Batman como la contraparte cool y oscura y peligrosa y violenta que está-bien-que-te-guste. El amor por Superman es difícil de explicar pero creo que puedo ponerlo, de algún modo, así: Superman, para aquellos que nos gustan los superhéroes por lo que potencialmente representan y no por sus elementos estilísticos pasajeros o por sus vicios más comunes, es el ideal platónico de todo aquello que está bien con el género. Es un personaje que corporiza todo lo que es bueno, y decente e inspirador, un personaje que debería darte ganas de ser mejor, de ser un poco como él. Superman tiene esa misma simpleza, esos mismos colores brillantes y ese mismo anacronismo de una época en que se creía en la humanidad y en la hermandad y en que los países avanzan tomados de las manos hacia la iluminación, que el Capitán América, otra creación que toca las mismas fibras morales y que mucha gente encuentra difícil de tragar. La sonrisa de Superman, su capa flotando al viento, su compasión, es quizás lo más cerca que he estado de creer en alguien que puede hacer que todo esté bien.