Pavement, Putos.
Amadeo:
No sé en qué momento comencé a escuchar Pavement. Tengo recuerdos confusos: la llegada de ese número especial y final de Revolver a mis manos sin tener ninguna idea de que era Pavement y porque valía la pena, todo un lenguaje esotérico que hablaba de una banda que estaba lejísimos de mi universo de referencias; mi padre bajando todos los temas que encontraba en Audiogalaxy y grabándolos en orden alfabético y en algún momento esos cdrs llegando a mis manos; ellos en vivo en Space Ghost Coast To Coast tocando el Space Ghost Jam que es una de sus perlas desconocidas; un amigo alto e inflexiblemente moderno diciéndome «chango, escucha Pavement».
Lo que sí sé es que a lo largo de los años, de una manera mucho menos contundente que Guided By Voices (aquella banda que es su perfecto complemento, de la cual me bajé toda su discografía de una manera obsesiva) aquellas canciones entre insoportablemente pajeras, incompletas, chapuceras y hermosamente pegajosas, comenzaron a alojarse lentamente en mi memoria y mi panorama emocional. Tenían una verdad, esa sensación tan identificatoria de «sabemos que somos más inteligentes pero eso a esta altura de la historia no importa, no nos brinda ningún beneficio, así que bueh, hace demasiado calor para pensar y hacer algo correctamente».
En enero nos encontramos con Ezequiel después de mucho tiempo y una de las cosas de las que hablamos fue de Pavement y llegamos a la conclusión de que su espíritu fundamental era su estilo «Che, grabemos un tema country. / Paaah, que paja, lo hagamos así nomás». E igual les salía genial.
Su inescapable aura perdedora auto infligida. Algo que parece pegárseles como el destino. Dario me contaba que en Coachella todo estaba vacío mientras tocaban. Y todo lo que rodeó a sus shows en Buenos Aires estuvo teñido de ese espíritu. El hecho de que los hayan degradado del Luna Park (¿quién puede creer que Pavement podría llenar, alguna vez, un Luna Park, ese lugar gigante, donde se boxeaba?) a la Trastienda; el hecho de que nunca sentimos que las entradas se iban a agotar (y de hecho no lo hicieron). Los patovas decían que, incluso el domingo, la Trastienda no estaba ni de cerca llena.
Cuando llegamos la pista que para Yo La Tengo no daba más, tenía amplios espacios que permitían llegar muy cerca del escenario. Y ahí nos metimos, desaforadamente felices. Cuando comenzaron con «Silence Kid» no había manera de no saltar y comenzar a gritar hasta arruinar la voz. Todo era espiritualmente correcto: Bob Nastanovich gritando en Unfair, hedonista, tocando percusiones chiquitas, Spiral Stairs pelado y con boina, gordo, demostrando que algunas de las canciones más cristalinas, románticas, le pertenecían por temperamento y actitud, Mark Ibold sonriendo y con actitud de no me importa nada… Tocaron temas de todas sus épocas, tocaron Frontwards esa composición definitiva enterrada en un lado b. Tocaron Father To A Sister Of Thought, canción que cuando descubrí en «Wowee Zowee» no podía creer que sea real, tanta melancolía, tanta emoción, ese homúnculo country superior y desgarbado. Fue un show en donde terminamos con «la remera empapada y las zapatillas sucias«, donde la línea de guitarra de Grounded nos salvó, como nos viene salvando hace años. No parecía una banda a la que le importaba su supuesta estatura mítica, o tocar como profesionales cuarentones que deberían ser.
Algunos dijeron que Malkmus no tenía conexión con el resto de la banda, que estaba amargo, quería que todo termine. Pero eso incluso sumó al ánima Pavement. O sea: ¿qué mejor para una banda perdedora e intencionadamente smart ass y mala onda que haya tensión entre sus miembros? Quizás nosotros somos demasiado fans, justificamos todo, pero ¿no es maravilloso que el alma de la banda, su filosofía estética lo permita? Acaso eso sea el trasfondo que hace que la amemos tanto, que haya significado tanto en nuestras vidas. Pavement es una banda mucho más profunda, mucho más triste, mucho más vanguardista y personal de lo que nunca creímos, y detrás de su ironía que nadie supo prolongar, se ocultaba la más pura sinceridad producto de la experiencia.
Ezequiel:
Me costó bastante entrarle a Pavement de chico. Eso causó que haya visto un show bastante confuso, y raro, allá por el 2002, cuando Malkmus vino a presentar su primer disco solista. El show fue bueno, correcto, adecuado nomás. Esteban – como lo estuvimos llamando cariñosamente todo el domingo y lunes – estaba contento y parecía un niño grande, un payaso que hacía chistes, le metía onda, se frustraba, sonreía todo el tiempo, jugaba al beisbol con su guitarra y los palos que le tiraba el baterista. En ese show toco Here e In The Mouth a Desert, que apenas conocía. Luego de profundizar más en la banda, me lamenté bastante de no poder escuchar esos temas, bien concentrado, conociendo cada línea de la letra, y cada arreglo.
La cuenta de twitter Discographies hizo unos comentarios muy acertados refiriéndose a Pavement. Decía que, por ejemplo, el primer disco era la idea de «una banda». El segundo, la idea de «canciones». El tercero, la idea de «un álbum». Y creo que es bastante así, que toda la banda tiene ese concepto detrás, borroso, de romper un poco las reglas, de intentar hacer algo pero hacerlo de forma tan fracturada, torpe, extraña y encantadora que crean algo nuevo, con personalidad. Por eso me animaría a decir que el show que vimos el domingo también se podría considerar la idea de un «show de rock».
Uno en su vida termina viendo un montón de show chakales, guerrilleros, y desprolijos, pero hubo pocos shows más encantadoramente desastrosos como el que presentaron los muchachitos de Stockton en La Trastienda. Aunque por un lado se veían aceitados y tocaban un tema atrás del otro, los temas se desarmaban, se caían a pedazos, se enchastraban, se borroneaban. Estamos todos de acuerdo con que la setlist fue soberbia, tocando una catarata de hits, y un montón de lados b, o esos temas geniales que muchísimos aman pero que son ninguneados un poco por ser pequeños (Zurich Is Stained).
Sí, Malkmus tenía toda la pinta de que prefería estar leyendo un libro en su sillón mientras su esposa le hacía un buen churrasco, antes que estar tocando sudoroso a miles de kilómetros de su casa. Pero me pareció bien que no la careteaba, como dijo Amadeo, que la banda no funcionara, que nos diéramos cuenta de que lo que veíamos era una reunión, no a Pavement en el 99. En ese momento del show, me parecía que era un excelente ejemplo de lo que era el zeitgeist actual de las bandas, reuniones, y el indie en general, todo se podía resumir en esa mala onda, en ese enojo, en esa energía, en esas melodías pop totalmente geniales tocadas tan toscamente.
Hubo dos momentos que me acuerdo muy bien. Uno, esa versión totalmente inesperada y perturbadora de She Believes (del “Westings By Musket And Sextant”), con su ritmo marcial y siniestro. En ese momento todo el público enloquecido quedó paralizado e incómodo. Era lo más lejos que podían tocar de un hit, y lo primero que pensé cuando terminó el tema fue «El show de Pavement en realidad se trata de ESTO».
El segundo fue el final con Fin, ese tema que siempre me gustó con cierta culpa, debido a que en una entrevista Malkmus había comentado que era un tema que no le gustaba mucho. Pero me pareció perfecto para cerrar el show, esa canción que es algo así como una balada de rock, con ese pseudo-solo de guitarra áspero, atonal, juguetón y triste. Sí, ese final fue totalmente perfecto.
Dario:
La palabra clave para describir el show de Pavement que vi es «vitalidad». Cuando mis amigos (entre ellos algunos compañeros de blog) me cuestionaban cómo podía hablar tan mal de las reuniones de bandas y estar tan emocionado por ver a Pavement más de 10 años después de que se separaran trataba de explicar con mayor o menor dificultad que lo que diferenciaba a esta reunión de otras era algo así de intangible, la vitalidad. Eso era lo que trataba de explicar y lo que el show demostró, a los que estuvieron ahí no tengo que explicarles nada más.
Al contrario que la mayoría de las bandas reunidas, con Pavement vimos una banda de verdad dando un show de verdad, vivo, en proceso, con tensiones y con intensidades, en lugar de ver un museo ambulante de canciones viejas, una reserva natural del indie. Pavement tocó con energía, posiblemente con un poco de mala onda también, en un show que había sido programado en un lugar para 10.000 personas y reubicado a un lugar para 700 (programado junto a un show de nada menos que Smashing Pumpkins quienes no tuvieron que cambiar de lugar y Billy Corgan pudo hacer el imbécil adelante de varios miles de personas) y que aparentemente era el final definitivo de la banda, tocaron temas que nadie esperaba escuchar y no tocaron temas que estábamos seguros que iban a tocar, sonó un poco desprolijo, Malkmus tocó la guitarra tan mal como la tocó siempre, Nastanovich tocaba la pandereta a destiempo y gritaba como un energúmeno desde el borde del escenario. Yo salí con el cuerpo arruinado, las zapatillas sucias, la remera hecha mierda y un golpe en el ojo que todavía tengo.
Pavement fue una celebración de la vitalidad y en contra de la museificación. A los que les pareció mal son los que prefieren el museo y deberíamos aconsejarles que dejen de ir a shows en vivo y se queden en su casa viéndolos en BluRay con audio 5.1 en el living de su casa en el que se escucha bien de todos lados y los músicos no pierden la buena onda ni le fallan a nuestras expectativas. Cuando escribimos un post similar a este sobre Jonathan Richman dije que ese show nos señalaba un camino mejor a seguir y en algún sentido este show también se sintió un poco así, transformador, revelador. Una de las bandas culpables del indie se había juntado para mostrar cómo se hacen las cosas y demostrar que nadie ahora lo puede hacer mejor que ellos. Una última victoria de underdog. Vinieron a clausurar el indie, ya está, acá no hay nada para ver, circulen, una última vez y ya está, nada de girar para siempre robándose la plata de la nostalgia sin un solo tema nuevo. Pavement dijo todo lo que tenían que decir. Y no lo escuchó nadie.
Esteban:
Antes de la música, Pavement fue una fotografía. Recuerdo estar sentado en la computadora de mis abuelos, en algún verano perdido de mi adolescencia, antes de la masificación del P2P, leyendo en AllMusic biografías de bandas que no tenía posibilidades reales de escuchar, bandas que, ahora me doy cuenta, todavía son mi canon personal, aunque no haya sido hasta mucho después que me enteré realmente como sonaban.
Es una fotografía en blanco y negro, enfocada muy cerca de sus rostros. Todos salen muy jóvenes y muy gringos, pelos cortos y felices, excepto por el flaco de cara larga, quien está evidentemente en drogas y mira a la cámara ensimismado. Para alguien cuya imagen de un grupo de rock era casi sinónimo de extravagancia, Pavement se veía normal. Reconfortantemente normal.
Cuando por fin tuve acceso a internet, uno de los primeros grupos que empecé a escuchar, canción por canción, fue Pavement. Es por eso que muchas de mis canciones favoritas (Folk Jam, Zürich Is Stained) no son las más populares dentro de un catálogo hecho precisamente de hits poco probables.
Fue recién durante mi viaje de intercambio en que me enamoré del grupo. Con mi reproductor de MP3 fijo en tres o cuatro discos que no cambié durante seis meses («Lesser Matters» de Radio Dept., «El mundo según» de Sr. Chinarro, «WOWS» de Los Zapping), fueron las letras oblicuas del Crooked Rain Crooked Rain las que más me acompañaron las mañanas frías de invierno en los tranvías. Porque las letras de Pavement son sarcásticas e intelectuales pero, al igual que el payaso del salón que hace reír a todos para no sentirse tan solo, están llenas de una tristeza y un romanticismo que las hace tan queribles.
El concierto fue, de acuerdo a lo esperado, buenísimo. A las pocas canciones de haber comenzado desistí de poguear, casi como homenaje a los amigos que no vinieron, y me paré en medio de un japonés gigante que me atacaba con su melena, un imbécil que se pasó todo el concierto abanicándose con un papel, Lucas, que me golpeaba la espalda cada vez (y era toda vez) que sonaba alguna canción que amamos, y un montón de veinteañeros zarrapastrosos y felices, a escuchar y saltar y sonreír y cantar.
Viendo a Pavement en vivo (y ya se ha dicho acá todo sobre la energía y la actitud que tiene la banda) pensaba en cómo es que, más que como el espíritu de su época, se les puede ver como el contrapunto de la misma. Canciones que resuenan a algo que está por ahí en el momento en que han sido compuestas (Box Elder al twee y al indie-ochentero, Perfume-V al pesimismo alternativo, el hit noventero que debió ser Stereo, los interludios de hard-rock de Rattled By The Rush) pero que tienen algo, adrede la mayoría de las veces, pero también involuntario, que hace que se disparen a los pies y se conviertan en esas pequeñas joyas imperfectas de las que nos enamoramos.
Cuando terminó, temblando de alegría, nos sentamos a ver pasar a la gente, sin comprender como alguien podría quedarse a ver algo más después de esto, sin comprender como es que la gente no entendía que no había nada más que escuchar, que debíamos todos dedicarnos a otras cosas, a la arquitectura o al budismo zen. Total, ya no tenemos ningún apuro.
Fuimos A Ver A Jonathan Richman y Esto Es Lo Que Tenemos Que Decir Al Respecto.
01 . Amadeo.
¿Qué otra expectativa se podía tener frente a la visita de Jonathan Richman que una enorme felicidad? Cuando me enteré que venía estaba en pleno proceso de pre-mudanza hacía la gran ciudad. Se me antojó que era un gran regalo de bienvenida: un artista inclasificable que a todos nos pone de buen humor y nos hace creer que la vida merece la pena de ser vivida. Porque, en definitiva, lo que sorprende y reconforta de Richman es que es un tipo que parece haberse escapado en una especie de burbuja intangible de todo aquello que rodea al rock and roll como forma de vida adulta. O sea, el rock and roll concebido como una alternativa laboral con un grado superior de validez artística. O sea, la «career, career».
Finalmente tuve la fortuna de observarlo en dos oportunidades: en primer lugar en el show / entrevista que dio en Radio Nacional y luego el sábado, en el segundo de los recitales de Buenos Aires. El show / entrevista tuvo una duración restringida (aproximadamente 20 minutos de preguntas y 10 de música, ponele) lo cual era completamente natural, el objetivo del mismo era despertar nuestro apetito para que nos den ganas de ir a verlo a los shows donde había que poner la teca. Una buena maniobra publicitaria, bah. La entrevista era conducida por Alfredo Rosso y Pablo Strozza, y hay que decir que estuvo bien a pesar de ellos y con gran mérito para Richman. Rosso parecía cansado, aunque tenía una sonrisa bonachona, y solo hizo preguntas de la audiencia. Strozza, en cambio, se dedicó a preguntarle exclusivamente por otra gente: «Che, vos viste muchas veces a la Velvet, ¿cómo era?», «Che, ¿y de John Cale que me podés decir?», «Che, ¿en serio conoces a Kiko Veneno?», «¿Es cierto que alguna vez le diste la mano a GG Allin?». Por suerte Richman le puso la mejor onda del mundo, desviando preguntas sobre la Velvet hacia el tema del sonido de los discos actuales y su volumen superior, hablando de la importancia del baile en la música rock, despreciando la sobre intelectualización del rock y a “las palabras” que se escriben alrededor de él y rechazando la posible reunión de los Modern Lovers de manera tajante. Lo interesante de escucharlo en la entrevista fue descubrir que su visión de la música rock es tan pura que se sostiene incluso re-escribiendo la historia: según Richman, los años 50 y 60 eran un período donde lo único que importaba era bailar y pasarla bien. ¿No sería mucho mejor vivir en un mundo donde eso hubiese sido verdad? Era, además, encantador verlo hablar en castellano y observar como abría los ojos y ponía caras cada vez que lograba encontrar la palabra que buscaba.
El recital fue mínimo: tres temas, uno en castellano, uno en italiano y uno en inglés. El baterista tocaba con una bidón de agua vacío.
El del sábado, en cambio, fue algo muy diferente. He leído gente quejándose por la internet, como siempre, pero debo decir que fue un placer escuchar a una persona que estaba tan encantada de estar, sencillamente, tocando música. La puesta en escena y la instrumentación, obviamente, era mínima: guitarra para Jonathan y batería para Larkins, el batero con peinado rockabilly y cara de mala onda. Pero el show funciona extraordinariamente bien dentro de esa «limitación», que de algún modo es solo una expresión del camino que Richman ha tomado en los últimos 10 años, el de ser un trovador callejero, emocional y multilingüe (uno se lo imagina caminando por las calles de una ciudad medieval, con su sombrero de color y sus calzas, tocando canciones por monedas). Y en gran parte la calidad de su actuación tiene que ver con su carisma y con la sensación de que lo que está pasando ahí arriba es algo sincero, que él deposita en ese escenario algo fundamentalmente vital. El sábado, día que fui, tuve la fortuna de que tocase «Vampiresa Mujer» y «I Was Dancing In The Lesbian Bar» (lamentablemente, no tocó “You Can’t Talk To The Dude”, pero de canciones pérdidas están hechos los recitales) en versiones épicas que paraban y arrancaban, en el medio de las cuales bailaba como espástico y en el medio de cuyas estrofas Richman ponía cara de loco salvaje. También tuvo el aliciente de los «covers» de los Modern Lovers, «Pablo Picasso» y «Old World», versiones completamente diferentes que, sin embargo, no puedo evitar ver como esas mismas canciones. O sea, me imagino a Richman a lo largo de los años, tocándolas progresivamente de modos diferentes, cambiando un estribillo aquí o una frase allá o una entonación aculla, lo cual las vuelve versiones evolucionadas orgánicamente, parte de su mismo cambio artístico a lo largo del tiempo.
Es cierto, a pesar de todo esto, que hubo un momento en que mi atención divagó y en el que me aburrí mínimamente, el momento en que se puso a tocar canciones en italiano, de las cuales, sinceramente, no conocía ninguna. Pero fue un momento breve que se contrarrestó con la cantidad de temas que uno lleva adentro que se dedicó a tocar, de esos que hacen que uno escuche sus primeras frases y de pronto reconozca «Let Her Go Into The Darkness» y no pueda menos que sentir que se asomaba un lagrimón.
El recital también me hizo percatar de que Richman está bastante viejito. Hacía el final se lo notaba cansado (creo incluso que se tiró en el escenario durante unos minutos) y su voz tampoco daba para tanto (dicen que luego de cada show se queda callado durante un tiempo para cuidarse la voz). Probablemente eso agregó una dosis de emocionalidad importante, sabiendo que era la primera y probablemente única vez que iba a venir, viendo a una persona grande que sin embargo todavía deja todo en la música, en el escenario, quizás el único lugar donde se siente cómodo y totalmente libre.
02. Ezequiel
Nunca me consideré un gran fan de Richman. No sé bien porqué. Quizás no conecté realmente con su obra del todo, por más que obviamente tengo claro que su obra es muy importante. Pero bueno, es rarísimo que algunos músicos se animen a cruzar el charco hacía Montevideo, y luego de ver algunos videos en vivo que me gustaron mucho, decidí ir.
La experiencia fue particular en parte por mi estado: Me habían robado unos días antes, unas 8 personas se dedicaron a rodearme, sustraerme el celular y en el proceso molerme a golpes dejándome la cara hecha una batata deforme, y con un corte bastante feo en el labio. Solo habían pasado unos días y el show en La Trastienda de Montevideo fue mi primera «presentación en sociedad», donde todos me miraban espantados y, a su vez, yo andaba con bastantes dolores de cabeza y lastimaduras. Pero en fin, en ese estado quizás híper-sensible, disfruté del show.
Lo que hace Richman es una cosa totalmente única, y si alguien lo intentase imitar quedaría irremediablemente como un ridículo total. Es muy improvisado, suelto, desprolijo. El equivalente a tocar en el cumpleaños de un amigo con una criolla. Jonathan es alguien que, al igual que Mark E. Smith, encontró una formula muy básica y esencial, tuvo fe ciega en ella y siguió ese camino, durante más de 30 años. Es un show totalmente fogonero, que no quedaría fuera de lugar en un patio de una casa, o en un pequeño barcito para 50 personas. La amplificación es mínima: Solo 3 micrófonos, uno para la batería, uno para la voz y otro para la guitarra española, que Jojo sostenía a lo campechano, sin correa. Era muy interesante como utilizaba el recurso de la guitarra microfoneada, aprovechándose de las limitaciones y alejándose de forma juguetona, volviendo la guitarra un rasgueo casi imperceptible. El lugar no estaba lleno, lo cual para mí fue muy positivo – estábamos todos a pocos metros de él, cómodos, sin apretarnos. Le preguntó al público por si querían algún tema, y algunos los tocó. El set, por lo que veo, fue bastante parecido a los shows que dio en argentina (‘A Que Vinimos Si No Es a Caer’, ‘Pablo Picasso’, ‘I Was Dancing In The Lesbian Bar’, ‘Her Beauty Is Raw And Wild’, ‘Harpo En Su Harpa’, etc). Fue corto, duró una hora aproximadamente.
El show en sí fue muy encantador y sencillo. Me parece que podría ser muy disfrutable para cualquier persona, incluso que apenas lo conociera. Bah, en realidad, de la mayoría de las personas con las que hable, la mayoría solo conocia un puñado de los temas que tocó. No era algo necesario para disfrutarlo. Era, como dijo Amadeo, un viejo que disfrutaba mucho tocando música y le ponía todo su amor y cariño.
Pero sí, también me afectó un poco el hecho de que estaba viejito. Y la mirada terriblemente triste que tenía. Estaba cansado. Me paso lo mismo con el show de Kiko Veneno, que andará también por los 60 años, y se le nota la mirada cansada, y esa sonrisa eterna y fija, que solo alguna gente mayor puede tener. Y eran músicos. Y en lo personal a mi me golpea por ese lado, por el hecho de la profesión de músico, de seguir ahí, tan de grande, quizás extrañando a la familia, o al hogar, o a simplemente estar tranquilo sin hacer nada, y cambiarlo por una gira con tu banda. Hasta cuanto es amor por lo que uno hace, y hasta cuanto es oficio.
03. Dario.
No pensaba que fuera a ver nunca en vivo a Jonathan Richman pero pasé años deseándolo. Pasé años imaginándome como sería un show suyo. Cómo actuaría arriba del escenario, qué temas tocaría. Después de tanta idealización casi tenía miedo de verlo. ¿Cómo va uno a un show de verdad que va a comparar con ese show de fantasía? La cuestión es que aún yendo con expectativas tan altas como las que llevaba yo encima podía esperarme lo que realmente fue. Lo voy a decir claramente, el show del viernes fue el mejor show que vi en mi vida. Fue divertido e intenso y emotivo y fue distinto a lo que esperaba y fue más de lo que esperaba: fue un show de Jonathan Richman de verdad.
No, no tocó todos los temas que yo hubiese querido. Si hago cuentas tal vez no tocó ninguno de mis favoritos siquiera. No tocó «Harpo en su harpa», no tocó «Better than Before», ni «Abdul y Cleopatra» ni «Una Fuerza Allá» ni «Vampiresa mujer», ¿y a quién le importa? ¿Quién se va a quejar de algo después de ver «El joven Se Estremece»? Tocó un montón de otros temas, y algunos no se parecían en nada a ninguna versión grabada, es lo mismo, podían ser un tema u otro. No se trataba de las canciones, se trataba de él. Se trataba de su conexión con el público, de su entusiasmo, de la despreocupación y la alegría con la que tocó.
Nunca salí de un show con tal certeza de que nunca voy a volver a ver algo como lo que acababa de ver. Y no lo digo solo por lo bueno que fue, no lo digo como fan a ultranza de Jojo, sino porque realmente no se parece a ningún show que haya visto. Richman se aleja del micrófono sin importarle que no se escuche, deja la guitarra para ponerse a bailar solo, se pone a golpear un cencerro o a sacudir una pandereta olvidándose de la canción que estaba tocando, improvisa, cambia las letras, canta pedazos en castellano de las canciones en inglés. Y todo el tiempo parece estar disfrutando el show tanto o más que uno. Richman arriba del escenario es pura alegría y pura emoción. Es exactamente todo lo que uno espera de Richman.
Después de años de esperar de repente uno tiene a solo un metro a Jonathan Richman diciéndote «¿A qué venimos sino a fracasar? ¿A qué venimos sino a caer?» y todo cierra. Verlo en vivo es la conclusión lógica de haber pasado todo este tiempo escuchándolo y pensando sobre su música, sobre sus letras, sobre su mensaje. Su show en vivo es la conclusión lógica de todo eso. Te das cuenta que es el mismo tipo que hace 40 años cantaba «Let’s talk about love or sex or starving hearts, or just shut up», que le pedía a su público que no se rindiera porque algún día todos íbamos a llegar a ser «dignified and old». Y 40 años después, con 40 años de carrera dedicados a la simpleza, la sinceridad, a hablar sobre vida real, al rechazo de las posturas del rock, con casi 60 años está ahí parado con una guitarra sin correa cantando su corazón, bailando, o parado con mirada emocionada y aspecto cansado ante el público que sigue aplaudiendo pidiéndole que no se vaya y arrancando a cantar con la voz que le queda un último tema a capella porque ya había guardado la guitarra. Y uno no puede evitar desear que más músicos fueran así, que más músicos tuvieran en sus 20 la mitad de las ganas de divertirse y de divertir, de ese espíritu fresco y despreocupado que Jonathan tiene a los 60. Ahí arriba Richman parece salido de otro mundo, un mundo mejor y más feliz. Ver a Richman ahí parado no es un solo un show, es la prueba de que un mundo mejor es posible.