If you must write…
Hace poco me volvieron las jaquecas. Recurrentes durante los últimos años del colegio, y durante toda la universidad, eran ya tres años, el mismo tiempo que llevo viviendo fuera de la ciudad donde crecí, que no me venían con esta intensidad, si es que llegaban a venir.
Ahora, han vuelto. Es extraño que, a pesar de que los últimos meses fueron de mucha tensión laboral y personal, el dolor haya vuelto recién cuando el golpe emocional y la carga laboral han disminuido considerablemente, como si, cuando lo necesitaba, mi cuerpo se hubiera mantenido estable, firme en sus líneas, para que una vez seguro que no iba a perder la batalla, se relajara un poco, dejando a la luz sus debilidades estructurales.
El dolor es muy concreto: está centrado en mi ojo derecho. Comienza siempre igual, un ligero malestar, un pequeño cosquilleo, me avisa que va a venir. Y sin embargo, es inevitable. En poco tiempo estoy inmovilizado, con una fuerte presión en el globo ocular, y los músculos de la cara tensos, y los dientes apretados. Sentado, mirando el vacío, trato de controlar las corrientes de dolor como si fueran un líquido canalizable, o el ki de todos los animes que he visto. Por lo general, no lo consigo.
Hoy, mientras esperaba que me pase el dolor, me acordé de un cuento de Cortázar. En mi memoria, el cuento describía muchos tipos diferentes de dolores de cabeza, explayándose durante páginas y páginas con las maneras más fantásticas de tratarlos. No es así. El cuento es más bien pequeño, y los dolores de cabeza están contenidos en un párrafo o dos, mientras que la mayor parte de la narración está centrada en un criadero de manscupias, en la rutina necesaria para mantenerlas vivas. Aún así, no creo que el título (Cefalea) sea casual.
Nunca fui fan de Cortázar. Tal vez sea porque nunca fui fan de los cuentos en general, ni de los fantásticos en particular. Tal vez sea, también, porque leí Rayuela (futuro libro oficial de EBM, propuesto por Darío) muy chico, antes de poder sentirme identificado, siquiera parcialmente, con los personajes (¿y si cambiamos las discusiones sobre grabaciones perdidas de jazz y filosofía por joyas post-punk y cultura pop, estaríamos de verdad tan alejados?), antes de entender porque alguien podría enamorarse de Maga (aunque, por lo que recuerdo, dudo mucho que ahora podría hacerlo, a esa mujer le faltan dientes). Antes de entender cuál era el chiste de las referencias.
Un par de semanas atrás, conversaba con Agustín sobre las referencias al escribir. Me dijo, y estoy de acuerdo con él, que habría que usarlas lo menos posible, con mucho cuidado. Tiene razón: las referencias mal usadas, las que se explicitan en demasía, o aquellas a las que se les nota las costuras, no son más que un MIRA QUE GRANDE LA TENGO metido en medio del texto, así, en mayúsculas. Vanidad, vacuidad.
Pero, cuando se usan bien, las referencias pueden darle un significado nuevo a todo, más profundo, más real. Creo que el mejor ejemplo que he encontrado de esto es del mismo Cortázar (acá). Leído sin saber más, el dolor de Johnny Carter se entiende como un dolor inmenso. Leído a la luz de lo que dice en realidad, el dolor de Johnny Carter se convierte en lo que realmente debería ser lo que se siente ante la muerte de un hijo: la destrucción del mundo, la desaparición de Dios.
¿Qué hacer, entonces? Robar, robar sin lugar a dudas. Pero robar bien, siendo conscientes que recurrimos a lo que dijeron los demás para expresar esas pulsiones internas que solo pueden ser nuestras. Y hacerlo con una sonrisa de oreja a oreja.
Por lo demás, ya el soundtrack lo tenemos.