A Youth Well Wasted.
1.
No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez, pero sí recuerdo una de las primeras. Tenía un grupo de amigos del barrio que vivían en la otra punta de la cuadra, en una mitad que, para mis 5 o 6 años, parecía tan lejana como Letonia. Eran un grupo de gamberros, más bien, de los que se quedan despiertos hasta bien tarde boludeando en la cuadra, en chancletas y bermudas.
Uno de ellos tenía un Atari. Vivía en una casa aburrida y gris, donde siempre me sentía incómodo y donde había demasiados miembros de una familia para mi mente de chico de familia nuclear de lo más normal del mundo.
Al lado de la casa de este muchacho, un chico al que le decían Turi tenía otra Atari. Supuestamente más moderna. Con más juegos. Recuerdo que me hizo entrar en su casa y me mostró su habitación llena de fotos de mujeres en bikini, cosa que en su momento me asqueó y horrorizó. Yo me tapaba los ojos y enrojecía de la vergüenza mientras él intentaba fmostrarme viejas vedettes, de revista Gente o Caras, pelos alborotados con fijador y raíces visibles, mallas enterizas con agujero en la panza o bikini, mucho delineador.
Jugamos a Spider-Man en el Atari y era una especie de mancha insólita que saltaba encima de un fondo perpetuamente igual, perpetuamente igual, perpetuamente igual, de edificios grises con ventanas blancas. En cámara lenta, como parecía todo en una Atari, como si a cada pixel individual le costase lo indecible moverse.
Y mi primera impresión: ¿Qué pasaba que Spider-Man no se parecía en nada al Spider-Man que yo conocía sino que era una masa de cuadraditos de colores?
2.
Año…91 o 92, no lo sé bien. Año fundamental para el crecimiento de mi carácter. El año en que empecé a leer comics. Ese año, mis padres emprendieron su único viaje exótico en los últimos 15 o 20 años. A Venezuela. Caracas. Había un congreso de psicoanálisis. Nos dejaron con nuestros abuelos. Y yo, hoy, a la distancia, me percato del pánico que tenía a mi abuelo, anátomo-patólogo de buen corazón pero formas duras y secas, que creía en la disciplina de manera más fervorosa que mis padres y cuyos comentarios educativos y lecciones me aterraban.
De esas semanas de dormir temprano, comer los vegetales, escuchar sermones con voz férrea y reprimendas insolubles, mi recompensa fue el Family Game que me trajeron mis padres. ¡Un Family Game de Venezuela! Lástima que no haya sido un Family Game bolivariano. En aquella época los venezolanos tenían a su Menem personal, Carlos Andrés Peréz, a quién Chavez intentó derrocar.
El aparato venía con 64 juegos en su memoria. Lo cual era, en aquel entonces, una enormidad de aventuras posibles. El problema: solo funcionaba en una pequeña televisión 16 pulgadas que teníamos en la cocina de casa. Que era blanco y negro. Un problema con la norma. Curiosamente, la única tele que multinorma era la más vieja. Así que, durante tardes enteras me sentaba frente a esa pequeña pantalla, con un grupo de niños a mi alrededor (una regla general del jugador de videojuego infantil y los grupos: el dueño es siempre el que juega el 90% del tiempo, mientras sus amigos miran, es así, no hay modo de ocultarlo, el que pone la máquina domina) jugando cosas como el Contra (nunca aprendí el Konami Code a tiempo, solo llegaba al tercer nivel), Lifeforce, Mario, Antarctic Adventure, Mappy, 1944, Twinbee, Battle Tanks, Battletoads (su legendaria dificultad es muy real) y un juego de aventuras cuyo nombre nunca recordaré (además estaba en japonés) en el cual eras un pequeño espadachín que se metía en cuartos para recolectar armas y matar monstruos.
El día que tuve mi primer Megaman (en su versión japonesa de “Rockman”) volví corriendo tan emocionado a casa que me caí y me golpee la quijada. Compre un juego de X-Men que era poco mejor que el juego de Spider-Man que había experimentado en Atari. Mi primer Castlevania, el original, demostró ser demasiado difícil para mis habilidades juveniles. Sin embargo, en general, tenía pocos juegos realmente buenos, y mucha porquería comprada por la caja o porque la protagonizaba algún héroe de la televisión o el comic. La mayoría de los juegos que disfruté y terminé eran prestados. Supongo que eso les pasa a muchos niños que comienzan a jugar videojuegos.
3.
A los 12 años me regalaron una Mega Drive. En el interim me había vuelto un ávido consumidor de revistas de videojuegos españolas y argentinas. Como en tantos otros ámbitos de la vida, me atraía casi tanto lo que se decía sobre un objeto que el objeto en sí mismo, y me devoraba las reseñas y las guías (por algún motivo recuerdo una guía del juego Flashback, de Mega Drive, que me afectó mucho emocionalmente. Hasta el día de hoy no le he jugado). Era un modo también de experimentar juegos que venían en consolas que yo no contaba con esperanza de obtener. Cuantas veces quise una Neo Geo, pero parecía inadmisiblemente cara, inclusive en Carlitoslandia.
Por esas casualidades de mi complexión mental, que me impulsa a organizar todo en mi cabeza en dicotomías antinómicas, en aquel momento había decidido (del mismo modo que había decidido, un par de años antes, que me gustaba más DC que Marvel y había vendido todos los comics de la Casa de las Ideas a una librería de segunda mano) que me gustaba más Sega que Nintendo. No sé exactamente por qué. Probablemente porque Sega me parecía más desprotegido, el underdog, mientras que Nintendo tenía a casi todos los personajes importantes y además recibía elogios incesantes por cosas como Starfox y Donkey Kong Country. Era la consola cheta, la que tenían los chicos con verdadero dinero que podían pagar sus cartuchos.
El Sega llegó a mi casa un Noviembre caluroso con un solo juego: Mortal Kombat 2, que había visto en los numerosos fichines que asperjaban las calles del centro tucumano y, como a cualquier niño de 12 años que descubre un nuevo grado de violencia, me había impresionado mucho.
[Breve interludio.
¿Hubo alguna época de la vida en que los fichines no fuesen antros de perdición y mugre para las madres y algunos niños impresionables? ¿Donde no circulasen historias sobre drogas y abuso de menores en sus recintos?
Yo recuerdo que esa era la sensación general en Tucumán cuando crecía. Incluso hubo uno que cerró, según se recuerda, porque las acusaciones de venta de estupefacientes eran reales (el edificio continúa abandonado hasta el día de hoy)
Sin embargo, mis padres nunca me impidieron concurrir. Me abandonaban en la zona con 2 o 5 pesos (que en aquella época alcanzaban cómodamente para 8 fichas, un cono de papas fritas y una coca) y me pasaban a buscar un par de horas más tarde. Quizás mis padres eran simplemente irresponsables.
En los fichines conocí Cadillacs & Dinosaurs, todas las sagas de pelea de SNK, el Turtles In Time, el Space Invaders original, el Gal Panic (evidencia suficiente de su sordidez para un niño, hombres y adolescentes desnudando núbiles japonesitas) el Snow Brothers, el Joe & Mac y el Street Fighter. Perdía muy rápido. Cuando era muy chico, pensaba, engañado por las pantallas de prueba, que se podía jugar sin fichas. No me gustaba hacer combates, a pesar de que si cumplía con el rol infinitamente común del “observador”, ese personaje que se para detrás de quien juega, se pone contento cuando gana, se agarra la cabeza cuando le pegan demasiado y, en general, se queda como un maniquí detrás del jugador, que también parece un muñeco de plástico con articulaciones solo en sus muñecas.
Luego, en mi adolescencia, pasaba a jugarme unos morlacos en Marvel Vs. Capcom, House of The Dead y Point Blank, la última edad dorada de los fichines en mi ciudad y en el país entero. Salía de inglés y disparaba a unos zombies o ninjas de cartón. Luego de ello llegó la computadora a mi casa y los arcades pasaron a un segundísimo plano. Ya no eran escasos ni lejanos, de pronto uno podía jugar en su casa con la misma calidad de imagen.
Este año cerró la última gran casa de videojuegos de mi ciudad. Se llamaba “Tic Tac Toe” y durante años subsistió, en un local gigantesco del centro, vendiendo tarjetas recargables en vez de fichas y acumulando gigantescos grupos de adolescentes que se reunían en su puerta para escuchar cumbia. Hoy en día es un estacionamiento, que todavía conserva las pinturas y dibujos de su antiguo negocio en las paredes. ]
Me dediqué a jugar durante tardes enteras y aprenderme cada Fatality, cada Babality y cada Friendship, ayudado por el ingente consumo de revistas especializadas. Luego, armé una galería de personajes bizarros de videojuego, que sólo existía en mi cabeza y que se reunía para combatir el crimen, en un team up inexistente: Boogerman, Vectorman, Earthworm Jim, Sonic…
El Sega fue la primera consola en que recuerdo haber terminado juegos, una combinación de perseverancia típica de la mayor edad y la posibilidad de utilizar contraseñas y guardar el progreso (la ubicuidad de la guardada quizás sea EL avance en la arquitectura de los videojuegos de los últimos 10 años: es lo que permite que un juego se pueda jugar de principio a fin, que sea experimentado como una narrativa o una verdadera aventura y les quita un alto nivel de frustración. Vuelve, también, a los jóvenes despreocupados por la cantidad de vidas. Hoy veo niños jugando y casi que no les importa su energía y, en todos los respectos, la cantidad de vidas se ha vuelto infinita).
Luego, a medida que los años avanzaban, mi Megadrive fue quedando tristemente obsoleta. Se comenzaron a romper los joysticks y los transformadores, la antena ya no conectaba, los juegos se extinguían. El aparato quedo abandonado en un rincón de mi armario, donde descansa hasta el día de hoy, manco, ciego y mudo.
4.
Los últimos encuentros de mi adolescencia se refieren a la tercera generación de consolas y a la posibilidad de la emulación.
Unos amigos compraron la Playstation 1 cuando todavía era una novedad. Yo recién estaba saliendo de la primaria y ellos, una pareja de mellizos masculino-femenina, eran de mis mejores amigos en la escuela de la cual estaba saliendo y a la cual luego odie por mi circunstancial condición de outsider en aquellos años.
Los primeros veranos post-primaria me los pase en su casa, jugando a la Play y desarrollando el gusto por los controles analógicos y el verdadero 3d. Volvíamos de un club de barrio al cual íbamos a la pileta, toda la tarde (donde, nadando 40 largos por día, en un verano entre primer y segundo año, perdí la mayoría de mi sobrepeso) y nos apoltronábamos con los ojos rojos y las extremidades cansadas a beber jugo, comer galletitas y pegarle a los botones. De aquellas épocas recuerdo el Resident Evil 2 (juego infernal, donde realmente todo te daba miedo y la muerte estaba a la vuelta de la esquina), el Crash Bandicoot 1 y 3 (nunca jugamos al dos, no sé porque, pero terminamos ambos y me parecía un gran plataformas), el Midnight Creatures, el Twisted Metal (jamás domine completamente la estrategia de destrucción, pero era un juego jodidamente divertido) y algún que otro juego más. No llegue a jugar, sin embargo, a la mayoría de los juegos que luego compondrían el catalogo más innovador de la máquina de Sony. Mucho beat’em’up y juego de lucha estúpido.
Luego perdí el contacto con ellos, de la manera en que suele suceder: cambiando de grupo de amigos cada unos cuantos años. Quedaron olvidados en su pequeño departamento de la calle Moreno, junto con la Playstation y las bicicletas que utilizábamos para salir a recorrer la ciudad, a veces hasta el cerro, casi todos los sábados. Seguí jugando a la Play, pero en estos casos generalmente solo se reducía a largas maratones de Marvel Vs. Capcom o King Of Fighters (juego que jamás logre dominar a la perfección, cuyos combos siempre me parecieron demasiado difíciles pero que sin embargo me seducía por su amplitud de opciones, por la sensación, siempre evanescente, de que uno de esos personajes tenía que ser el tuyo).
Al mismo tiempo, la adquisición de una computadora causó que, de golpe, pudiese entrar al maravilloso mundo de los emuladores. En ese breve interludio, re-descubrí por primera vez a las máquinas de Nintendo, con especial énfasis en el Super Nintendo y el Gameboy.
En esa primavera adolescente dorada en la cual todavía no me daba cuenta del mucho tiempo que tenía para desperdiciar sin culpa y sin miedo, me dedique intensamente a terminar el Zelda: A Link To The Past, que todavía me parece una de las mejores aventuras que jugué en mi vida, y a darle obsesivamente al Pokemon Red. Nunca llegue a jugar a las siguientes versiones de este álbum de figuritas en forma de videojuego, pero debo decir que los meses que pase recolectando Charizards, Hypnos y Grimers fueron de los más divertidos de ese año. Pokemon tiene algo que justifica su enorme éxito y es que, realmente, su biblioteca de monstruos esta encantadoramente diseñada y tiene una variación maravillosa, que pueden hacer las delicias de cualquier niño con gusto por la naturaleza, los seres míticos o síndrome obsesivo compulsivo.
De este período recuerdo, por último, un juego difícil de calificar de popular: el Actraiser, una combinación extrañísima de God Game y juego de plataformas al estilo beat’em’up en el cual uno jugaba como una especie de Arcángel que debía colonizar secciones de un mundo salvaje para luego mantener a sus habitantes felices y contentos mediante la plegaria, el agua, las plantaciones de granos y los edificios. Creo que lo que más disfrutaba del mismo, justamente, eran las porciones en que se transformaba en un God Game, sobre todo porque era relativamente sencillo, con una cantidad de ítems limitada y un manejo simple de sus pantallas. Nunca llegué a terminarlo, porque su última pantalla se me hizo demasiado difícil.
Luego de eso llegaron las chicas, el alcohol, las drogas y los recitales, y los videojuegos se vieron expulsados durante muchos años de mi existencia. Pensaba que eso era el crecimiento natural de cualquier persona de mi franja etaria, que los videojuegos eran algo que debía quedar en la infancia y la post-infancia. Utilizaba contra ellos el mismo prejuicio que siempre deteste, combatí y nunca adherí de los comics: que eran un modo de expresión que tiene circunscripta su vida útil a un determinado período biológico.
No me daba cuenta que yo pertenecía ya a esa generación para la cual los videojuegos no eran un entretenimiento pasajero, sino que formaban parte del sonido de fondo de nuestro crecimiento. Que ya habían deformado nuestra mente indeciblemente. Que el germen estaba plantado desde aquella Atari.
Lo único que hizo falta fue un instante fuera de guardia, un juego nuevo de plataformas imaginativo, un momento de tranquilidad, la compra de una Play 2 por parte de un sobrino…y las manos se movieron como si estuviesen programadas, como si el joystick hubiese venido estratificado en nuestro ADN. La verdadera frase del siglo XXI es: “Es como jugar videojuegos. Una vez que lo aprendes nunca más te olvidas”.
B.A. 2008 (I Had Lunch In A Big City Once)
(Para C.)
01.¡Tren Descorazona a Jóvenes Idealistas!
Así fue, luego de un año sin pisar la ciudad de neón, paramilitares y educadas y sensatas clases medias, que decidí volver a Buenos Aires. La excusa era un recital, como en tantas ocasiones, otra estúpida y sin sentido celebración de una marca y de las ropas que visten sus asistentes. ¡Ahora con más bandas!
Decidimos emprender el viaje en tren, pensando, sobre todo, en su vasta diferencia de precio con el Transporte Publico Oficial de Nuestra Nación, las interminables flotas de colectivos que se amontonan en andenes impecables, manejados por una raza de superhombres que se alzan enhiestos, hinchados de anfetaminas y cocaína de primera calidad.
El tren, en cambio, parece manejado por un ferroviario campechano que fuma porro todo el viaje y al que no le interesa demasiado la velocidad, porque hay demasiado paisaje hermoso en la Argentina. La cantidad de horas que hay que soportar para llegar a cualquier lado, el hacinamiento humano, el calor, el olor a mortadela y salame y la desesperante sensación de estar perdiendo hermosos días de nuestras vidas que podrían haber sido alegremente desperdiciados en navegar por internet como consumidores inteligentes, me hicieron odiar La Gran Empresa Privada Noventista más que nunca. Es conmovedor lo que soporta una familia de 6 personas para no tener que pagar 2400 pesos para viajar a la inmunda capital de nuestra nación.
02.¡Emocionantes aventuras en prosa son la mejor manera de gastar el tiempo en largos viajes!
Luego de leer Men Of Tomorrow de Gerard Jones y mientras me encuentro leyendo The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, de Michael Chabon, he decidido que entre la lista de pasados imposibles en los cuales me gustaría vivir, la Nueva York de finales de los 30 y principios de los cuarenta rankea alto. Es la curiosa mezcla de optimismo y sordidez, de oportunidad y decadencia, la sensación de infinita creatividad en su ambiente, capaz de crear toda una forma cultural de la nada y ganar dinero con ello, lo que probablemente me atrae más. También me atrae el hecho de que seguramente te encontrabas con personas sumamente interesantes, con tipos que habían pasado alcohol por la frontera, con antiguos policías irlandeses, con boxeadores en desgracia y grandes magnates de los medios. Sé que es nostalgia por un tiempo que quizás no existió, más que en las mentes de un puñado de escritores que he leído, pero no puedo evitar pensar que en aquel entonces las ciudades eran lugares mágicos donde los robots, las hadas o los superhéroes eran reemplazados por personas con vidas únicas, a diferencia de estas especies de grandes monumentos al consumismo en el que han terminado degenerando.
Por otro lado, lo que más me gusta de Kavalier & Clay, además de sus personajes de puta madre, cada uno perfectamente pensado y repleto de los detalles e historias que conforman a los grandes personajes de literatura, (Chabon se preocupa por hacer a todos sus personajes simpáticos, incluso aquellos que a priori deberían parecer los villanos) es la manera en que el Escapist y sus creadores encajan perfectamente en la historia de la Golden Age sin ser un facsimil de ningún personaje ni sus creadores una copia de ningún creador en particular: Kavalier & Clay tienen elementos de Kirby, de Siegel, de Steranko y de Eisner, sin ser ninguno de ellos. Y el Escapist esta maravillosamente pensado, un concepto que traiciona las fuertes influencias pulp que estaban mezcladas con la tinta y el papel de los comics de la Golden Age, que es un hombre de acción y de aventuras antes que de ciencia y psicodelia, que encaja sin suturas en el ambiente y el período. Podría ser uno de los grandes (el traje, el símbolo y el origen son lo suficientemente icónicos para ello), incluso a pesar de que tiene mucho de Mr. Miracle, si no fuese apócrifo, la creación de un escritor que leyó esos comics y sabe como funcionaban. Chabon también tiene un léxico exquisito y observar la manera en que organiza las palabras en la página me da tanta envidia como si de pronto estuviese viendo a Sinatra cantar, completamente seguro de sí mismo, suave y encantador, sin perder un solo paso ni un solo beat.
Y el libro tiene la que quizás sea mi párrafo favorito en lo que va del año, que concluye con mi frase favorita en lo que va del año: “What bewitched Bernard Kornblum, on the contrary, was the impersonal magic of life, when he read in a magazine about a fish that could disguise itself as any one of seven different varieties of sea bottom, or when he learned from a newsreel that scientists had discovered a dying star that emitted radiation on a wavelength whose value in megacycles approximated π. In the realm of human affairs, this type of enchantment was often, though not always, a sadder business –sometimes beautiful, sometimes cruel. Here its stock-in-trade was ironies, coincidences, and the only true portents: those that revealed themselves, unmistakable and impossible to ignore, in retrospect”.
03. ¡El Hostel de la Bande Desinée Provee Placeres Inesperados!
Una vez en Buenos Aires fuimos a parar al hostel de confianza, Smalltown, que dobla como una especie de patria de refugiados tucumanos y pseudo tucumanos. Si el exilio polaco hubiese estado compuesto por unos cuantos músicos horribles y hippies buena onda, en vez de por flacos escritores e intelectuales muertos de hambre con parches en los codos de sus sacos, entonces hubiese sido algo parecido a Smalltown.
Smalltown es además particular porque entre sus pilas de papeles y su ligero olor a humedad y podredumbre, se encuentran algunos álbumes de bande desinée notables. Entre ellos estaban los 3 tomos de Los Combates Cotidianos, de Manu Larcenet, que ya había leído y los cuales me habían gustado bastante. Y también estaba el Mis Circunstancias de Lewis Trondheim, una recopilación española de sus tiras autobiográficas, llamadas en francés Les Petites Riens. Su lectura me divirtió y entusiasmó durante un día y medio y me llevó a pensar en las similitudes con su compañero de L’Association.
Trondheim y Larcenet son muy similares en sus trabajos autobiográficos (en realidad, Los Combates Cotidianos no es autobiográfico, ya que el personaje principal no es Larcenet, pero se nota que a través de su protagonista esta explorando las preguntas que conlleva su propia madurez). Ambos son franceses neuróticos que tienen taras de auto culpabilidad y neurosis que gustan de exponer en toda su longitud. Los dos están terriblemente preocupados por la corrección política, por el que dirán y por sus propias fallas y pequeñeces. Sin embargo, hay algo en Trondheim que me parece intrínsecamente superior y es quizás su trazo más simple, la sensación de que realmente no esta “intentando” (Petites Riens es un comic serializado en su pagina web que solo después llegó a la publicación y que parece los garabatos de un adicto al trabajo, hasta el punto de no poder parar jamás), su facilidad para describir y representar una escena o personaje con 2 o 3 líneas chapuceras; lo hacen más simple y despreocupado, con más certeza de que son solamente masturbaciones de un enrollado. Probablemente su condición de enfermo del auto análisis y su carácter explícitamente autobiográfico tienen que ver. Trondheim es de los tipos que están todo el tiempo no solo sacándose mano por sus faltas, sino sacándose mano por sacarse mano de sus faltas. Lo que los yankees llaman “second-guessing” o, incluso, “third-guessing”.
En cambio Larcenet, a pesar de que su manejo del color para marcar los tonos emocionales de las escenas es superior (en realidad porque este tomo de Trondheim es en blanco y negro), que Los Combates Cotidianos tiene un estilo más amable y tranquilo, y que su exploración de ciertos tópicos abandona el mero ombliguismo para confrontar con “realidades sociales” como el desempleo y las resacas de la Guerra de Algeria, me parece por momentos demasiado serio, demasiado preocupado por su propia importancia y por su propio y conflictivo compás moral.
Por ello es que siento que Trondheim es superior y me resulta mucho más fácil identificarme con el y con su espanto existencial.
04. ¡Recital de antiguas glorias melenudas prueba ser decepcionante!
Una vez llegados al evento en cuestión se demostró lo que no temía activamente pero estaba en la lista de posibilidades: Jesus and Mary Chain no estuvo tan bueno como ansiaba. No se exactamente que fue, si faltó una lista de temas más ajustada y precisa, si el lugar era demasiado grande para ellos, si falto distorsión o ruido o si sencillamente están hechos unos viejos chotos sin alma. Pero, exceptuando grandes momentos como “Head On” o “Reverence”, faltó sangre, espíritu de fuego, esa sensación de que están dejando algo en el escenario más allá de su transpiración.
Y mientras estaba ahí viendo el recital y no disfrutando tanto como algo (mis expectativas, mi amor a la banda, el dinero de la entrada, experiencias anteriores) me decía que debía disfrutar y veía que la gente a mi alrededor bailaba y, en algunos casos, parecía estar pasándola cojonudamente bien, me preguntaba si no es algo que me pasa en el 90% de los recitales a los que acudo, la sensación de que la experiencia que estoy teniendo en ese lugar y en ese momento no superan la conexión emocional que ese tema o esa banda me produce cuando suenan en mis auriculares, o cuando estoy en el estado de ánimo correcto, o las primeras 25 veces que puse una canción que me obsesionaba. No soy de aquellos que realizan la practica de monjes de sentarse a escuchar TODOS los discos antes de ir a un recital, “para estar con el estado mental correcto”, y, con contadas excepciones como Daft Punk, la mayoría de las veces me encuentro en un estado que mezcla una alegría suave con una cierta culpabilidad por no saberme las letras de las canciones o por no bailar mucho más. Quizás la música es una cuestión más personal e intransferible en mi persona, que no se lleva bien con la mayoría de los recitales y, en realidad, el evento social que más disfruto alrededor de la música es el pasarla y bailarla en fiestas, sin tener que bañarse en la gloria del productor tocando adelante y escuchando MUCHAS canciones.
Sin embargo, también existen shows, que para mi son los mejores, que acontecen cuando un grupo al que le he prestado una mediana a baja atención de golpe se despacha con un recital del cual salís con ganas de escuchar todos sus discos. Eso es lo que me pasó con Spiritualized, inmediatamente después del show de JAMC. Verlo al Lagarto Pierce (y a toda su banda) tocando con tal intensidad y entrega, logrando convertir cualquier canción en una nube de trueno y relámpagos, en un show que tenía al mismo tiempo tanto rock, tanto gospel, tanto country y tanto noise, logró ponerme la piel de gallina y entusiasmarme infinitamente. De más esta decir que el hecho de que hayan terminado con un increíble despliegue sonoro, con una lluvia de magma que parecía no terminar nunca y que llevó a que el show de Offspring comenzase 20 minutos mas tarde, fue una poderosa razón para que lo disfrute tanto. Lástima que los conchudos hijos de una burra sifilítica del Personal no dejaron que se desvanezcan las ondas sonoras en el aire (o que nos pongamos a cubierto en un lugar muy, muy lejano) para largar el espantoso show de Offspring, una banda patética y miserable que venía a robar alevosamente y a la cual acudían, corriendo como mogólicos, miles de jóvenes vestidos a la última moda.
!!!? Ah, cierto que ellos también tocaron. Una demostración de mediocridad absoluta, de una banda completamente mediocre y poco interesante, que por algún motivo misterioso, es tratada como la segunda venida del cristo punk-funk, cuando cualquier persona respetable debería darse cuenta que solo están cogiéndose a su cuerpo lleno de gusanos.
05. ¡Shock! ¡Dealer Se Comporta Como Dealer!
Nuestro amigo Tom Tom Club nos tuvo esperando horas en la tarde del
viernes para entregarnos un pedacito de papel con la cara del Buda y al final nunca llegó. Cuando finalmente apareció, el sábado, lo hizo luego de casi 8 horas de espera. Antes de venirnos quise comprar algo para festejar mi cumpleaños acá con el estilo de los campeones sicóticos y, luego de prometer su presencia, nunca acudió al hostel.
Y la pregunta es ¿Por qué?. ¿Por qué los proveedores de droga son tan poco profesionales?. Digo, me refiero, que raras que son las interacciones con dealers, gente que, en su mayoría, gusta de colocarte en una situación de extremo nerviosismo, sumergirte plenamente en la conciencia de la ilegalidad de tu compra y que, sobre todo, oscilan entre lo poco confiable y lo sencillamente desastroso. ¿Que acaso no se dan cuenta que están proveyendo un servicio público?, ¿Qué acaso no viven de esto?. Entiendo la paranoia y la informalidad de un trabajo en negro, sin obra social ni aportes jubilatorios, pero ¿Dónde esta la ETICA DE TRABAJO? ¿Dónde esta la MORAL PROTESTANTE?. Eso nos pasa por haber sido colonizados por malditos españoles fiesteros e indulgentes.
06. ¡Ramen para toda la población de Japón!
La experiencia del ácido en Buenos Aires demostró ser altamente estimulante. Comenzó con un viaje al Barrio Chino, uno de esos lugares tan simpáticos que tiene Buenos Aires (aunque, lamentablemente, no cuenten aun con un Barrio Árabe), en el cual nos dedicamos a deambular por los supermercados y puestos de venta callejera, comprando exquisiteces en palos y servilletas, golosinas coloridas en cajas y mucho, mucho ramen.
Luego de una deliciosa comida de sushi supermercaderil consumida en la plaza y un encuentro fortuito con nuestro querido amigo Chapa, marchamos en colectivo hacia Parque Centenario, la meca de lo inútil y lo descartado. En el camino, sobre el colectivo, me encontré observando a una chica que viajaba parada enfrente de la puerta de salida, aunque esa no fuese su parada ni pensase bajar y que portaba el estilo tan común a tantas chicas en Buenos Aires y el mundo: pelo semi largo y recogido en una prolija coleta, anteojos oscuros que enmascaraban una cara de aburrimiento mortal y un vestidito negro y sencillo que parecia ser fresco. Flaca, pálida y anodina, es el ejemplo de lo que terminé llamando, en mi propia cabeza, cookie-cutter girls, o chicas de molde de galletitas. Buenos Aires (en todas las ciudades, en realidad, pero en Tucumán hay mas gente fea) es un terreno propicio para estos personajes que parecen salidos de una máquina, todos exactamente iguales en su desesperado deseo de individualización, todas (y todos) ligeramente lindos pero en un punto desangelados, aburridos, descremados. Esto no tiene absolutamente nada que ver con ninguna subcultura y no pretendo saber que música escuchan ni que libros tienen en su mesa de luz ni atacarlos, es sencillamente una apreciación del modo en que aquello que hace únicos a los seres humanos se ve perdido irremisiblemente en el marasmo de las ciudades, en los amontonamientos humanos donde todos portan la remera más brillante; y un reconocimiento de la tristeza que produce el que todos seamos victimas de ello, desde el mismo momento en que tenemos que ponernos ropa para salir a la calle.
Y, sin embargo, ayudado por la medicina del Dr. Hoffman, en esa circunstancia no podía dejar de pensar de que modo esa chica había elegido la ropa que se iba a poner esa mañana, que quizás ese vestido tenía una rica historia, que le había sido regalado por una tía querida o por un ex novio con el cual ya no se veía, que quizás en alguna ocasión había estado a punto de hacérsele un agujero con un cigarrillo o que a lo mejor solo lo usaba en ocasiones especiales; de que modo había comenzado su día y donde había comprado esos anteojos y porque tomaba ese colectivo y hacia donde iba, a clases de francés o a encontrarse con amigos o de retorno a su casa; si vivía con sus padres o sol; y, en definitiva, que en el fondo si era un ser único y completamente distinguible de los demás y que la verdadera tragedia residía que la incomunicación y el prejuicio son nuestro léxico.
Una vez llegado hacia Parque Centenario, lo que mas recuerdo son las voces de los libreros discutiendo que escribir en las pancartas que protestaban contra la asignación de nuevos puestos; comentando que su hijo juega en la sub-17 de Boca y que habían perdido un partido o charlando con un cliente sobre la dificultad de atender correctamente a las masas humanas que pasaban frente a sus mesas, en la rara ocasión en que de pronto un cliente se colgaba charlando sobre literatura y en las más frecuentes ocasiones en que esas mismas ganas de charlar eran rechazadas por hinchapelotismo.
La otra conclusión que saqué es que, realmente, Parque Centenario no es un buen lugar para comprar libros. Demasiada repetición y demasiada boludez que se consigue en cualquier mesa de saldos, pocos autores realmente raros o difíciles de conseguir. El mundo tiene suficientes ediciones de Borges, García Márquez, Benedetti y Agatha Christie como para abastecer a toda su población e incluso desperdigarlos en sistemas solares cercanos.
El botín de una corta tarde dando vueltas en el calor y la multitud termino siendo, mayoritariamente, juguetes, a los cuales ya no se como dar lugar en mis repisas. Un Blu de la Mansión Foster que gira los ojos cuando le apretás el brazo y un Plankton de Bob Esponja vestido de domador. Un par de regalos y un libro de Haruki Murakami que, espero, no termine siendo una decepción (las compras de ácido pueden terminar siendo equivocadas).
07. ¡Tribus Urbanas Descorazonan a Cronista!
El día del ácido concluyó con una visita al cine del Abasto para ver Hellboy II. Era domingo, y por suerte tuvimos la privilegiada oportunidad de observar a las tribus urbanas en su ambiente natural.
Saliendo del inmenso e insoportable shopping, nos encontramos con que las escaleras que daban acceso a su puerta estaban repletas de jóvenes vestidos de coloridos atuendos. La analogía que mas rápido vino a mi mente es Japón: todos parecían parte de una cultura obsesionada con la imagen y con el disfraz, la exageración como modo de vida, poniéndose trajes de ficción para enfrentarse al mundo exterior. Por otro lado, me recordó a las pandillas en los Warriors, algo increíblemente artificial y poco relacionado con la realidad. Había rapperitos sentados en el costado derecho de las escaleras, todos con pantalones anchos, musculosas de marca y pañuelos en el pelo; skaters en el sector izquierdo, alejados de las escaleras, dando vueltas en patinetas que parecía que apenas podían manejar; había “cumbios” sobre las barandas de la derecha, los únicos que parecían que habían gastado 300 pesos en todo su atuendo y no solo en sus gorras, y, sin embargo, todavía parecían vestidos para algún tipo de ejército; había, finalmente, floggers, todos coloridos y banales, quizás los mejores vestidos del lugar (y para mi, que a pesar de todo soy banal y vanidoso y me gusta la ropa, es importante), un detalle que casi me hace olvidar lo poco interesante que es una subcultura cuyas únicas monedas de cambio y cuyo único proyecto de vida es sumergirse aun mas en la vorágine consumista que se nos vende como única alternativa. Era surreal, cómico y solo me confirmó lo que pienso de esta oleada: esta todo bien con que encuentren algo a lo que pertenecer y de lo que formar parte, es lo natural en la adolescencia y yo también fui pseudo-punkie y nu metalero, pero igual descorazona un poco la sensación de vacuidad, de desfile de modas o concurso de popularidad.
Quizás en el fondo todos fuimos así y me estoy volviendo un viejo choto. No tengo la autoridad moral para juzgar a los jóvenes y mandarlos a la hoguera. Pero si me entristece profundamente la sensación de que la cultura es tan poco valorada, que el conocimiento no tiene importancia, que la curiosidad no existe, que solo hay casilleros y cubículos para rellenar con lo correcto o lo de moda, como en las palabras cruzadas, y que las opciones son tan pocas que en el fondo no son opciones ni libertades. Y, lo que es peor de todo, que este estado de cosas es aceptado como lo natural, que no es cuestionado ni pensado, que la hegemonía se impone y ni siquiera se dan cuenta.
08. ¡24 Cuadros Por Segundo Que Proveen Felicidad!
En otro orden de cosas, mis excursiones cinéfilas en B.A. solo me brindaron felicidad. Las películas elegidas fueron Hellboy II y Burn After Reading, y las dos son grandísimos filmes.
Hellboy II me tenía conquistado desde la película anterior y el hecho de observar que en esta la cantidad de criaturas y seres fantásticos se multiplicaba me puso más feliz que un fanático religioso frente a un embarazo adolescente. Los monstruos siempre han sido una debilidad en mi persona, desde mi más tierna infancia, cuando compraba bestiarios para asustarme leyendo sobre seres que jamás existieron. Y esta película los tiene en cantidad, desde unas Hadas del Diente mas cercanas a un Critter que a una vieja vestida con tul hasta un troll con puños a lo Mazinger.
Sin embargo, todos esos detalles son solo maquillaje de una película que brilla por sus personajes y por las interpretaciones de sus actores. Ron Perlman como Hellboy es una de las traducciones más brillantes al cine de un personaje de comic, un tipo que logra venderte la combinación de encabronamiento continuo de un personaje como el Rojo, que pretende resolver todos los problemas simplemente dándoles puñetazos, con su profunda humanidad y su condición de outcast. Selma Blair es hermosa y nos gustaría que nos soportase como a Hellboy. Abe Sapiens es una maravilla de observar cada vez que esta en la pantalla, una combinación de gentileza e inteligencia que jamás degenera en superioridad arrogante. Y el hallazgo es, sin lugar a dudas, la maravillosa reinterpretación de Johann Krauss, maniático de la cadena de comandos con voz falsamente alemana y traje steampunk.
Y, además, es una gran película de aventuras, que combina en un solo paquete superhéroes, monstruos, cuentos de hadas y un mensaje a favor de la tolerancia y la proliferación de lo fantástico en un mundo demasiado propenso a destruirlo.
Por su parte, Burn After Reading es una de esas maravillosas comedias de los Coen plagadas de idiotas, reminiscente de Raising Arizona o The Big Lebowski. Los criticones de siempre dirán que es una película donde los Coen odian a su audiencia y a sus personajes, donde se divierten poniendo en primera plana la estupidez humana y riéndose de ella, pero estos mismos criticones obviaran el hecho de que los personajes, con todas sus fallas, destilan carisma y gracia, tics cómicos y diversión, desde la obsesión de Frances McDormand por reinventarse hasta la simplicidad cabeza hueca con i-Pod de Brad Pitt. El único personaje realmente detestable es el personaje de Tilda Swinton, una perra fría, controladora y sin corazón de esas que en otras películas es víctima de su marido en un estúpido intento por cobrar el seguro.
Y, además, en el fondo es una parodia a aquellos thrillers que nos presentan personajes dudosamente morales pero siempre cool e incapaces de fallar. Los personajes de los Coen son completamente fallidos, pero eso los hace mas queribles y más encantadores que cualquier Ocean’s Eleven.
09. ¡La lucha contra el analfabetismo continúa!
Lo mejor que tiene Buenos Aires, sin lugar a dudas, es la posibilidad de conseguir libros a precios muy baratos. En un lugar donde el café puede llegar a salir 10 pesos, es buenísimo ver que hay ciertas cosas que nos hacen tan bien y pasan tan desapercibidas que aun podemos conseguirlas a precios que no son prohibitivos.
Así, me dedique a comprar gran cantidad de material, a sabiendas: La Vida Maravillosa y Breve de Oscar Wao de Junot Diaz, la ultima novela nerd (¡que comienza con una cita de los Fantastic Four de Kirby y Lee!: “Of what import are brief, nameless lives… to Galactus??»), White Chappell de Iain Sinclair, Slapstick de Vonnegut (de a poquito y en viejas librerías vamos juntando las obras completas del prócer), 5 tomos de la Biblioteca Clarín de Historieta (para los curiosos: El Loco Chávez, Las Puertitas del Sr. López, Corto Maltes, Sherlock Time y Sargento Kirk/ Ernie Pike), Confesiones de Un Opiómano Ingles de De Quincey… Y, como siempre, la adquisición de nuevas publicaciones del llamado comic nacional: Autobiógrafo de Reggiani y Lopez, el MAGNÍFICO tomito de Bife Angosto de Gustavo Sala, Dinero de Miguel Brieva y El Cuerno Escarlata, de Varela y Trillo. La mayoría de esas cosas todavía están sin leerse pero puedo dar fe de la acidez sin fronteras de Brieva, del hermoso delirio de Gustavo Sala y de la divertida pseudo Mazmorra de El Cuerno Escarlata.
Mis amigos se burlan porque gaste más dinero en libros que en drogas
10. ¡Gran ciudad se revela como terrorífico centro comercial!
Creo que, en definitiva, si hay algo que me llevo de Buenos Aires esta vez es la sensación de que es una ciudad hecha exclusivamente para gastar dinero, una especie de maquinaria que te impulsa a gastar. Es seguro que eso es por mi distancia, por el hecho de que no vivo ahí y que no debo llevar unas cuentas ordenadas. Pero me parece que en esta ocasión estuvo amplificado por los escasos encuentros con amigos, todos cubiertos de obligaciones (y yo, cubierto de desidia) de la vida capitalista. Eso es lo que me decepcionó ligeramente de Buenos Aires esta ocasión, la indeleble sensación de que es una ciudad que evita a toda costa la interacción humana sincera, cálida y cotidiana, un lugar donde, a pesar de que esta repleto de personas que quiero mucho, la gente anda con anteojeras centrada en sus propias miserias sin prestar atención ni mucho menos crear un vestigio de empatía por las miríadas de historias y sentimientos que anidan en la ciudad. Viéndolo de lejos se nota, pero en la salsa impacta con demasiada fuerza.
Probablemente sea una cualidad del capitalismo mundial, algo que se reproduce en la mayoría de las grandes urbes, como una ecuación de la anti-vida que subsiste sin necesidad de intervención humana y alimentándose de sus anfitriones. Y también me da un poco de pánico porque reconozco en esos sentimientos algunos de mis peores defectos, porque noto el piloto automático de maldad que nos permite sobrevivir para experimentar, como la luz a través de una persiana americana, los titilantes momentos hermosos.