Diario de Nueva York.
(Advertencia: Este es un post larguísimo y, en última instancia, auto-indulgente. El título es un homenaje a éste comic, pero con muchas menos drogas. Los textos fueron originalmente publicados en Facebook, como su cualidad personal podrá atestiguar, y fueron minimamente retocados para aparecer aquí.)
Día 1 y 2.
Lo primero que hicimos al llegar fue caminar un montón bajo las vías del subterráneo por nuestro barrio. Era un barrio con mucha presencia latina, una avenida principal llena de negocios de 99c y grandes tiendas, McDonalds, Subways, Burger Kings y Dunkin Donuts. El tren lo cortaba transversalmente y sus vías arrojaban sombra y agua cuando llovía. Las casas eran de madera, con escalinatas. La primera noche ya nos machamos, en un bar llamdo Barcade que tiene un montón de maquinitas viejas. En Williamsburg, obvio, bien hipster. Uno se pone a pensar como los clásicos de los videojuegos son diferentes acá y allá: jugué al Strider, un arcade que jamás vi en Argentina pero cuyo protagonista era un clásico del Marvel vs. Capcom, por su velocidad y espada de largo alcance. Tenían un Dig Dug, que solo jugué en el Family, y un montón de máquinas Atari, creo que nunca vi un juego de Atari en forma de arcade. Volvimos borrachos porque acá la cerveza es infinita en sus variedades y fuerte en su graduación (además me preocupé por pedir aquellas que tuviesen mas de 7 por ciento). Cuatro pintas es mucha cerveza.
El segundo día nos levantamos, fuimos a Union Square, entramos a Forbidden Planet [careros, la única comiquería a la que entraría en todo el viaje, el único lugar donde tenían muñequitos de Adventure Time] fuimos a comer al insigne Katz’s Deli, donde estaba Bran Stark (bueno, el actor que hace de Bran Stark, Isaac Hempstead-Wright) con su papá y su mamá. Pagó antes que nosotros y todas las fotos que le sacamos a escondidas salieron borrosas. El sanguche estuvo muy bien.
De ahí caminamos por Chinatown y Little Italy, que se mezclan insensiblemente en cuestión de cuadras. Los chinos son iguales en todo el mundo y venden las mismas cosas. En nuestros retornos al barrio, sin embargo, notaríamos cuan grande es y de que forma es de verdad un barrio donde no solo comercian sino que viven amontonados en sus edificios con fachada comercial. Mientras tanto, Little Italy es un parque de atracciones chiquito. Compramos los cannoli más cremosos y densos de la historia y nos tomamos el subte hasta La Zona Cheta Que Queda Frente A Central Park. Fuimos al Jewish Museum a ver la muestra de Art Spiegelman, nos sacudieron 15 dolarucos por cabeza la entrada, pero era una maravilla, creo que tenían TODAS las páginas originales de Maus II en exhibición, enorme, cubriendo toda su carrera, bellamente montada, con originales desde sus primeros intentos underground hasta su presente. También vimos una cajita donde se guardaban los instrumentos necesarios para hacer una circuncisión y unas arcas de la Torah bien antiguas. Eso nada que ver con el buen Art, sino que formaba parte de la muestra permanente.
Salimos y volvimos a Strand Books porque queríamos escucharlo hablar a Richard Hell, pero había que comprar su libro y nos dio paja. Bajamos al segundo piso, la sección de comics, y CASI ME VUELVO LOCO. Compre una edición original de The Great Comic Book Heroes de Feiffer y Epileptic de David B. que estaba de oferta a solo 3 papiros. Esa librería es una maravilla. Más temprano ya me había comprado un librito sobre Francoise Mouly (fue un día muy spiegelmaniano).
Tomamos el subte, llegamos a casa y comimos ramen. Segundo día y ya rompí mi promesa de no comprar libros.
Días 3 y 4.
El tercer día lo hicimos por Queens. Nos levantamos y tomamos un colectivo hasta Flushing para conocer una comunidad coreana y china muy grande, observar el Jardín Botánico de Queens y comer dumplings, que supuestamente son muy buenos. Terminamos comiendo gyro de cordero y falafel de un carrito, con una gran salsa picante, sentados en el parque, viendo ardillas. Allegrucci decía «ardillas, ardillas» y quería agarrarlas. A mi me daba miedo que me muerdan. Después entramos en un supermercado indio y compramos unas conservas y condimentos que parecen lo más. No veo la hora de comer mi pickle de lima picante [aún sin abrir]. De ahí volvimos, nos tiramos un ratito y fuimos al Museum of the Moving Image, de nuevo en Queens.
El museo es una puta maravilla, lleno de fotos increíbles de sus tiempos como estudio del ejército norteamericano, de retratos de actores, de partecitas destacadas de grandes películas, cámaras viejas, espacios donde podes grabar tu propia animación stop motion o registrar tu voz en el lugar de la voz de un artista famoso, de juguetes de Star Wars y los Picapiedras. Interactivo. Además había una muestra de un artista llamado Jim Campbell, un loco que hace arte con chips diseñados por el mismo, con luces, con viejas imágenes de sus padres, con docenas de bombillas cada una de las cuales representa un recuerdo de su hermano muerto y se iluminan de acuerdo a la intensidad y el lugar en el día del recuerdo.
De ahí nos fuimos a “grown-up Brooklyn” a encontrarnos con Javier y Analía, que son lo más de lo más (emborracharnos con ellos se volvería una parte importante del viaje). Comimos pasta, tomamos vino y hablamos maravillas de Ezequiel Rivero. De ahí nos fuimos a un bar de la vuelta y nos machamos con tragos y con Javier concordamos que nos gusta el Old Fashioned porque es el trago de Don Draper (ya va siendo tiempo de que alguien escriba algo sobre la malsana identificación con DD). También defendimos a Girls con vehemencia y alegría. Luego nos acompañaron al subte y nos lo tomamos para el lado opuesto y nos perdimos y terminamos dando vueltas hasta las 4 de la mañana en sus entrañas. A esa hora es usado casi solo por negros, tipos cansados que se dormían en sus asientos, cosa que me impresionó un toque.
El cuarto día nos levantamos con resaca y sueño, fuimos a comer pizza acá cerca y nos mandamos a Williamsburg, al mercado de pulgas. En Williamsburg TODOS son hipsters, no hay uno que no este sobreproducido, mucha barba, mucho Doc Marten, mucho jean entallado, mucho gorrito y campera de cuero. Dimos vueltas, me compré el Tapestry de Carole King a 2 dólares, el Station to Station, un ep de The Fall rarísimo con temas de la epoca Brix que tiene los mismos 5 temas en su cara A y su cara B y el Born in the Usa a 5 papiros. El mercadito de pulgas es muy copado, pero está lleno de gente y la oferta es abrumadora. Nos acercamos a la costanera, tomamos una Cherry Coke y volvimos. También comimos lobster rolls y ramen burgers, gran invento, una hamburguesa adentro de dos mazacotes de ramen. A la noche solo caminamos por el barrio y comimos pizza.
La cosa más triste que vi en Nueva York hasta ahora: un hobo muy quietito sentado en el piso cerca de Union Square con un cartel que decía «homeless, cold, miserable and alone, really need your compassion«. [Un par de semanas más tarde, le entregaría a ese hobo una bolsa llena de monedas que no íbamos a utilizar. Luego notaría que todos los hobos tenían carteles de esa naturaleza, en una competencia por la pena.]
Las canciones que no me puedo sacar de la cabeza: El-P – Drones Over Brooklyn, Ol Dirty Bastard – Brooklyn Zoo, The Lonely Island – I Run New York, Jaylib – Nowadayz, Das Racist – Booty in the Air. [Prácticamente no escucharía música durante todo el viaje, excepto en las tiendas y bares, que generalmente tenían los hits de hip-hop y pop del momento o una selección de música rock clásica. Wings es grande en América. Pero llevé los auriculares al pedo]
Días 5 y 6.
El día cinco era domingo. Nos despertamos y decidimos que no podíamos venir a ésta ciudad y no hacer las cosas tradicionales que se hacen en ésta ciudad, caminar por la Quinta Avenida, ir a Times Square, etc. Así que nos tomamos el subte y nos fuimos para ahí y conseguimos zapatos de 25 dólares para cada uno. Caminamos, caminamos, caminamos, llegamos a Times Square, que es, realmente, bastante un garrón: lleno de gente, de turistas yankees insufribles sacándose fotos, tiendas gigantes de cosas que no son necesariamente baratas y sobrecarga sensorial. Entramos a un Toy’R’Us y no tenían ni un muñequito de Adventure Time, ni unito solo.
De ahí caminamos a las inmediaciones del Parque Central, comimos un clam chowder que estaba delicioso y nos tomamos el subte al Museo de la Ciudad de Nueva York, en otro edificio magnífico. Ahí había una muestra de graffitti que a Allegrucci decepcionó un poco, porque esperaba pedazos de trenes pintados y cosas así y en realidad había mucha obra de arte de ex graffitteros, lo cual plantea una paradoja: todo el arte original fue limpiado a finales de los 80s por el alcalde Koch, por lo tanto del espíritu original queda poco, solo su legitimación en galería. Igual era linda, y me enteré que una pareja de graffiteros que eran hermanos se subieron a la torre de Manhattan del Puente de Brooklyn y la taggearon con letras gigantes, entrando en la historia. La ciudad de Nueva York inició un juicio contra quienes supuso eran los culpables, hasta que uno murió a principios de los 90 y la causa fue desestimada. La verdadera identidad de la pareja de graffiteros nunca fue revelada.
Volvimos, hacía frío, intentamos entrar al cine a ver la nueva de Wes Anderson, pero nos pareció carísimo y nos fuimos a caminar por ahí. Conseguí zapatillas de los X-Men y nos volvimos a la casa a cenar nuestros ramen habituales de la noche y a dormir.
El sexto día ya no sabíamos bien que hacer, así que nos fuimos a Greenwich Village a buscar un carro de comida india que supuestamente era genial. Nunca lo encontramos. Por más que la busqué, tampoco encontré nada que se parezca a la casa de Stephen Strange. Entonces decidimos irnos hasta el Chelsea Market, encontramos un lugar de langosta maravilloso, comimos fish and chips y al frente, sanguches vietnamitas de chancho con cilantro. De ahí nos fuimos al Central Park, a caminar y sentirnos parte de la cultura popular newyorkina. Vimos ardillas y pajarracos y yo me comí un helado de Spider-Man.
Volvimos, dormimos la siesta y salimos a Williamsburg a ver banditas desconocidas. (imposible ver bandas consagradas: todos los tickets se agotan dos o tres meses antes) Vimos 3 de un ticket de 4: Deathmoth, folk blues country de largas distancias con voz femenina; D.Watusi, unos locos de tennesse que hacen como punk-psych-kraut-and- roll muy genial, con un rubio que grita fantástico y una chica en teclados; y Ryan Power, una porquería de cantautor muy aburrido, con letras chotas y medio psicodélico. De hecho él nos hizo huir, no sin antes comprarle el disco a D.Watusi y darle la mano a su cantante diciéndole «You guys fuckin rock!» [Una vez de vuelta en casa voy a escuchar un montón de veces el disco de los Watusi y me va a encantar tanto como el vivo. Voy a entrar a Internet para averiguar más de la banda y voy a descubrir que Ben Todd, el bajista de la banda, creador del sello Nashville’s Dead que los editó y blogger, murió a principios del 2013, a los 24 años y me voy a sentir muy viejo y triste].
Antes del show, un par de miembros de la banda de Ryan Power (que en realidad es de Vermont y supongo que había armado una banda ad-hoc con brooklinitos) hablaban a nuestro lado y fanfarroneaban acerca de como nunca iban a Manhattan y medio que lo odiaban y como la única vez que habían tocado ahí era abriendo para YACHT, en una actitud de tremendo snobismo que me hizo pensar una vez más en lo que podría ser llamado «el dilema Lester Bangs» (porque probablemente fue él quien planteó la paradoja por primera vez): como esperamos que los músicos sean mucho mejores personas de lo que realmente son solo porque se paran al frente y hacen algo que nos gusta y nos emociona, cuando en realidad son simplemente gente estúpida como uno. [El dilema Lester Bangs puede ser extrapolado de manera general a El Gran Problema del Rock: ¿por qué una actividad que debería unirnos, algo inherentemente comunal, termina generando elevadísimas barreras de dinero, poder y prestigio entre audiencia y público?]
También escuchamos buenos músicos de subterráneo: un negrito en el subte que tocaba canciones de Syd Barrett y un barbudo que con el nombre de Coyote & Crow tocaba el banjo y cantaba muy genial en la onda “vengo de las profundidades de los Apalaches”. Lo filmé un poquito.
Volvimos con un frío aterrador, comimos una porción de pizza riquísima y nos fuimos a dormir.
Días 7 y 8.
Los días comenzaron a mezclarse un poco y ya no tenían la enloquecida excitación de las primeras jornadas, sino que se acomodaron en una nueva y agradable rutina: salir temprano a la mañana, caminar durante horas, comer algo en algún lugar que, generalmente, es un lugar de pedir y sentarse, sin mozo, porque intentamos evitar las propinas (perdón, trabajadores de la industria gastronómica, pero pensar en sentarse en un lugar y dejar 50 o 70 pesos de propina es un poco terrible, encima acá es del 18%, casi como la que puso Perón durante su primer gobierno), caminar un poco mas, volver agotados a la casa y caer rendidos tipo 10 u 11.
El séptimo día nos separamos por primera vez, Allegrucci tenía ganas de ir a comprar jeans y yo me fui a una tienda de vinilos que, como es atendida por hipsters vagos, abría a partir de las 12. Me encontré una puerta cerrada y me fui con las manos vacías. Luego decidimos encontrarnos en el sur de Brooklyn, cerca de Coney Island, para comer en un lugar que tenía grandiosas hamburguesas. Ella venía de un shopping gigante, yo había cruzado medio Brooklyn en subte, pero el lugar realmente lo valía. Las hacen con el pan mojado en jugo, la hamburguesa y roast beef encima, más queso fundido. El cheddar acá no es como en argentina, es cremoso y mantecoso, quién sabe que químico mágico le ponen para que sepa tan bien. Luego devoramos un apple pie con helado y volvimos al shopping gigante. La gastronomía aquí es interminable, la comida de calle abunda, lo cual refuerza mi teoría de que Buenos Aires debe tener una de las ofertas de comida de calle más paupérrimas del mundo. Pero a la vez, como decía el renegón pero a veces razonable Juje80, la estandarización es grande. El mismo carrito de halal y hot dogs en cada esquina, los mismos tacos. El primer día comimos tacos hechos por un chino. Un poco como todo aquí, mezclado y gigante.
Del shopping tomamos un colectivo que iba por Utica Av. hasta el Malcolm X Boulevard y que solo era ocupado por negros. Con lo cual se confirma que la segregación es todavía muy real, que los espacios están bien delimitados, que si vivís fuera de Manhattan, fuera de los sectores donde llega el subte (que llega a casi todos lados, pero no a todos), probablemente seas negro, latino, pobre o varias de ellas. El shopping era casi enteramente atendido por trabajadores afro-americanos (y un poco te sale la corrección política de a ratos). Con el paso de los días nos percataríamos de que la mayoría de los peores trabajos de atención al público eran ejercidos por negros.
A la noche nos encontramos con Juje y la Clo, que habían llegado de su gira mágica en Greyhound y charlamos de esto y otras cosas terribles mientras bebíamos cerveza. Una de las grandes cosas de aquí es que la cerveza sale más o menos lo mismo en todos lados. Entre 4 y 6 dólares la pinta, tanto en restaurantes un poco más lindos como en bares más tinga. Uno puede entrar y beber sin temer que le arranquen la cabeza.
El octavo día emprendimos una tarea titánica: la excursión al Museo de Historia Natural. Es gargantuesco, demasiado grande, 4 pisos con sala tras sala de animales disecados, piedras del centro de la tierra, pabellones enteros dedicados a las culturas del mundo con miles de vitrinas con objetos chinos, coreanos, rusos, japoneses, tibetanos, mayas, aztecas, teotihuacanos, sioux, indios. Me recordó a la Enciclopedia Codex que me regaló mi abuelo hace mil años. Sentía que debían tener un espécimen de cada raza humana, disecado y preservado, en exhibición. Solo así el museo estaría completo.
Luego caminamos infinita cantidad de cuadras y pasamos por el lugar donde mataron a John Lennon, pero no sentí ninguna energía psicogeográfica particular, ni benigna ni malvada, solo frío y la pregunta insistente de ¿cuántos millones saldrá un departamento frente a Central Park? Pasamos por el Rockefeller Center, por la tienda de la NBC (muy lindas remeras de Community, nada de Seinfeld), por la pista de patinaje y decidimos volver a nuestro Brooklyn natal a beber una cervecita. Nos perdimos en el subte, me enojé tontamente (toda persona que me conoce cansado sabe que revierto al estado de un niño que no durmió la siesta), llegamos, bebimos y volvimos para desplomarnos.
Días 9 y 10.
El noveno día ya me levanté con el mono: necesitaba ir a alguna disquería a comprar algún vinilo, así que la molesté a Allegrucci desde la noche anterior para que me acompañe a Human Head Records. Nos levantamos, pasamos por nuestro tradicional Dunkin Donuts de desayuno y fuimos. Llegamos a las 12, el horario en que abre y… estaba cerrada. Así que nos fuimos a caminar un poco y entramos a un pet shop para comprarle regalos a nuestros queridos peludos. Gran pet shop, ¡tenían cangrejos hermitaños!, ¡y un montón de lagartos! Que Allegrucci no se animó a mirar. Las iguanas dormían una sobre otra debajo de una luz fluorescente.
Compramos juguetes y comidas especiales y volvimos a la disquería, que finalmente estaba abierta. Me pasé media hora revolviendo sus bateas de 6 y 4 dólares y me lleve «If I Should Fall From Grace With God«, un single de A Tribe Called Quest, el Hexbreaker! de los Fleshtones (uno de mis objetivos en este viaje era llevarme un vinilo de los grandes Fleshtones y cuando lo encontré me latió el corazón rápido), el Let’s Dance, el Friend or Foe de Adam Ant y el Beauty And The Beat. Cuando fui a pagar, un empleado de la tienda con pelo blanco y tatuajes en todo el brazo me dijo «Man, an Adam Ant record I didn’t see?» y charlamos un ratito sobre la magia y la grandeza de Ant. Me contó que estaba en una banda con un tipo que estaba obsesionado con Adam y que hacían un cover y yo le dije que con mi amigo Darío consideramos la frase «Ridicule is nothing to be scared of» una alta máxima para la vida.
Luego partimos hacia el barrio chino a encontrarnos con Claudia y Juje, tomamos sopa misteriosa en un lugar de por ahí y caminamos un poco por el Financial District, evitando cuidadosamente el agujero de las torres gemelas. En un momento me paré a sacarles una foto a unos obreros de Nueva York y no pareció caerles muy simpático. Después me dio vergüenza.
De ahí enfilamos para el Staten Island Ferry para cruzar y mirar la Estatua de la Libertad gratis y a la distancia y, de paso, conocer un borough más. La estatua es linda, pero que se yo, no parece tan grande, franceses amarretes.
Staten Island es otra cosa, parece el terreno ideal para una película de terror de los suburbios. Casas de madera llenas de enredaderas y árboles antiguos, caminos empinados, el agua ahí nomás. De noche debe dar miedo. Todo muy Poe.
Encontramos un bar encantador con un barman llamado Gino, tomamos un par de cervezas y volvimos al hogar.
El décimo día amaneció semi lluvioso (pero lo peor todavía estaba por llegar en terminos pluviales) y volvimos a Strand. Compre dos libros más de Feiffer (¡es material de investigación!) y el trade paperback nuevo de Final Crisis, que ya comencé a releer y a encontrar cosas nuevas en él. Que comic maravilloso, lo mejor de la etapa tardía de Morrison con All Star Superman. [Lo terminé de releer en el medio del viaje y un par de cosas: a) La edición con los números extra de Superman Beyond y Batman le da una fluidez sorprendente, lo cual no quiere decir que no sea caótica y extravagante b) Algo que se olvidó en su momento es cuan fiel es a la sensación y estilo de la Crisis original: comienza y termina con personajes olvidados, está lleno de detalles de color que indican un universo mucho más grande, todo el tiempo salta de un espacio a otro, la idea es que te desorientes y que te sorprendas c) Cuán llena que está de momentos individuales, de caracterizaciones sutiles y elegantes]
De ahí partimos al MOMA. Cuando llegamos la cola para el día gratis daba la vuelta a la manzana y mas allá. Una vez que abrieron las puertas la marea humana ingresó de forma constante, con lo cual ya intuimos que no iba a ser el museo más disfrutable del mundo. Otra vez, es INMENSO, seis pisos que no se terminan nunca, y la verdad que ese concepto de museo me rompe un poco las pelotas. Para el tiempo en que llegas a las últimas muestras tu cerebro, tus piernas, pies y ojos están agotados, quemados, y pasas los pasillos como solo buscando la salida de ese infierno. Agregale a eso las masas humanas arrebujadas alrededor del cuadro de Van Gogh de las luces celestes, sacándole fotos, los porteños que circulan por las salas de arte contemporáneo diciendo «eso lo podría hacer mi primo» y la verdad que no fue una experiencia óptima. Igual, la gente observa las obras a una distancia respetuosa, a pesar de que se estén sacando selfies, y con un cierto asombro. Supongo que el aura aún funciona, viejo Benjamin.
Mas alla de eso, el museo tiene cosas muy lindas, me gustaron la parte Dada y las cosas de Duchamp y la parte de arte contemporáneo post-sesentas. Además tenía una muestra de Frank Lloyd Wright increíble.
Entre las miles de obras que aloja había una metralleta hecha con partes de auto, obra de un italiano, frente a la cual Allegrucci dijo «un italiano, traumado por la guerra, desarma su auto y se construye una metralleta«. Pero terminamos fundidos y con ganas de un injerto de piernas.
Algunos apuntes sueltos: se reconoce a los douchebags (y douchebaguettes) por el volumen infernal al que escuchan Skrillex, piiiunch, clang, bwooouun, sale de sus auriculares con la fuerza de mil demonios.
Toda la ciudad está llena de publicidades de agencias de salud privada que compiten de forma feroz por «cuidar» a los ciudadanos.
El subte casi no tiene escaleras mecánicas. El otro día una señora bajaba un cochecito de bebe con muchas dificultades, la cabeza del niño rebotando con cada escalón y una chica que quería subir, ataviada con un barbijo, agarró el carro y la ayudó a terminar el descenso con una actitud «meta, que tengo que llegar a casa». Creo que esa imagen describe bastante bien a esta ciudad.
Días 11 y 12.
O «el fin de semana del diluvio y la destrucción».
El día onceavo amaneció lloviendo a cántaros por primera vez desde que llegamos. Intentamos llegar al cine (intentar ir al cine en Nueva York y no llegar terminó siendo una suerte de broma recurrente para nosotros) y terminamos dando vueltas por el barrio buscando una campera impermeable. Comimos pizza mala servida por un mendocino y luego volvimos a casa.
El plan de la tarde era Guggenheim. Es, probablemente, el tamaño de museo perfecto. Lo recorres en un par de horas, tenés una sola muestra grande muy bien organizada y muestras paralelas en las salas laterales y el edificio es maravilloso. Te guía a lo largo de su estructura de forma absolutamente natural y sin bloqueos, no sentís que te perdés de nada y es muy bello. Bien ahí, Frank Lloyd.
En este caso había una muestra de futurismo muy muy linda, que cubría todos los ámbitos de actividad de los italianos locos, con juguetes, manifiestos, pinturas, piezas de vestimenta e incluso loza y vajilla. Además leer en voz alta los títulos de las obras en falso-italiano siempre es muy gracioso. Más allá de eso, había una muestra de Kandinsky en Paris chiquita pero muy bonita y una retrospectiva grande de una fotógrafa (Carrie Mae Weems) que tenía cosas copadas sobre su familia y el esclavismo y cosas que parecían de una señora aburrida que se dedicó a viajar por el mundo.
De cualquier modo, no pudimos vernos sustraídos de la condición del Guggenheim como gran museo-mercado: el horario gratuito (en realidad pay-what-you-wish) comenzaba a las 4:45 y los tipos nos dejaron bajo la lluvia hasta ese mismo minuto, en una cola larguísima, sin ningún tipo de contemplación, cuando podrían habernos cobrado y dejado vagabundear por el piso inferior. En el medio de nuestra recorrida de golpe sonaron unos silbatos, gritaron desde el piso superior y dejaron caer unos papelitos en un estallido. Los papelitos tenían la forma de billetes y denunciaban las practicas mercantilistas de la institución Guggenheim con bastante tibieza, en una perfo re inofensiva pero que puso a los guardias del museo de la nuca, como si les hubiesen dejado una bomba en las escalinatas. Te pedían que no los levantes y corrían como pollos sin cabeza por las rotondas parloteando en sus walkie talkies. Finalmente se hizo la hora de salida y un guardia nos echó sin miramientos mientras intentábamos utilizar la wifi, amonestándonos con un «terminen eso afuera».
Volvimos a Brooklyn, nos sentamos en un bar, bebimos un poco, comí un Philly cheesesteak excelente y al hogar. Cuando nos preparábamos a realizar el ritual de todas las noches antes de dormir en esta ciudad, que consiste en mirar algunos capítulos de dibujitos animados (recomiendo esta página y a Steven Universe, mi nuevo dibujito favorito) se cortó la luz. Solo en nuestro edificio. Así que nos fuimos a dormir en la oscuridad.
El doceavo día nos levantamos aún sin luz y huimos hacia el Flea Market a encontrarnos con los nobles uruguayos Javier y Analia y con Juje y Clo. Comimos, compré mas vinilos (tengo problemitas, lo sé) y partimos a beber cerveza en lo que sería un bar crawl de consecuencias insospechadas. Primero fuimos a la Brooklyn Brewery, donde un vaguito muy simpático nos explicó su historia, nos dio el dato de que su creador tuvo la idea de una destilería mientras era corresponsal de guerra en el extranjero y bebía cerveza casera con otros expatriados y nos paseó por la fábrica, mientras tomábamos cerveza. Luego fuimos a otro bar donde bebí una de 8.5 grados y las cosas comenzaron a complicarse. Luego a otro donde saboreé una de 11 grados, entre otras, y finalmente terminamos en un lugar llamado Union Pool donde no tuvimos mejor idea que meterle a un chaser de Jameson.
En eso estábamos cuando de golpe noté que el barman tenía una remera de Hüsker Dü y, en mi estado de ebriedad, me pareció lo más lógico del mundo acodarme en la barra a esperar que me de bola para alabarla. Esperé como 15 minutos, en la mayor de las civilidades, quieto y callado, y el vago, que evidentemente tenía mucho entrenamiento en no hacer eye contact con borrachos acodados en la barra, no me dio ni cinco de bola. En eso noté que había un bowl lleno de gajos de lima encima de la barra y me metí uno en la boca, como quién busca algo fresco, lo cual incitó una tremenda reacción de una mina que cuidaba la puerta del lugar, quién vino como tromba a increparme al grito dé «You can’t do that!«. Simultáneamente le decía a Javier que me controle, que me de agua, porque sino me iba a tener que ir del lugar, como si me hubiese sacado la remera y hubiese comenzado a revolearla sobre mi cabeza al tiempo de que realizaba una danza lasciva. Mientras yo intentaba explicar que solo quería compartir mi amor por una legendaria banda de los ochentas, lo cual debe haber sonado a los murmullos de un monstruo milenario, terminé por desistir y, sin poner resistencia alguna, sentarme en la mesa con mi misión incumplida.
Terminamos los tragos, Allegrucci me ayudó a volver a casa y nos desplomamos en la cama.
Días 13 y 14.
O «los días de la vagancia relativa».
El treceavo día, luego de semejante borrachera, no teníamos ganas de hacer nada. Seguíamos sin luz. Entonces nos recompusimos como pudimos y marchamos al 7-eleven adonde Amazon nos había mandado los nuevos teléfonos celulares. Llegamos, no hablamos con ninguna persona, metimos un código en una pantalla táctil y se abrió una puertecita que adentro contenía un paquete con los celulares y sus respectivas fundas. Yo pensaba que al menos íbamos a tener que conversar con algún empleado y darle el código. Pero no. Despersonalización absoluta. El futuro, man. Lo cual es magnífico y terrible. Es tan fácil consumir aquí. Y hay tantas opciones. Uno piensa en el desperdicio, en las inmensas máquinas que producen todos esos paquetitos de curitas de distintos colores que uno ve en el súper, las botellas de gaseosa interminables, el desfile de colores y cosas artificiales en las góndolas y cuanto de eso se tirará, cuanto tiempo más se puede sostener este ritmo con un planeta finito, sin antes partir a las estrellas o quebrarlo al medio.
Igual los celulares están buenísimos. Que seriamos sin nuestras contradicciones. Para alguien que nunca tuvo la potencia de una computadorita en el bolsillo, es una maravilla la manera en que todo se vuelve tan fácil, aunque me pone un poco paranoico que Google Maps sepa donde estoy todo el tiempo.
Nos pasamos la tarde, ya con luz, tirados y toqueteando el juguete nuevo. Luego marchamos a una plaza cercana, a ver como la gente comenzaba a disfrutar de los primeros días de primavera. Allegrucci dice que no viviría en esta ciudad, pero hay algo de su vitalidad incluso en la cara de la deshumanización más rampante que me gusta mucho. En general me gustan las ciudades por eso. Y los newyorkinos no nos han parecido horribles y malvados, como cuentan las leyendas urbanas. Han sido amables, dándonos direcciones cuando estábamos relativamente perdidos y en muchos casos siendo graciosos y cálidos. El otro día le decía a Javier que quizás aún teníamos la imagen del Nueva York de los 70s y 80s, de su gente violenta y desconfiada. Él aventuró otra teoría: para el yankee promedio Nueva York es tan inhumano porque no está acostumbrado a vivir así. No esta acostumbrado a lo que nosotros, herederos de una tradición cultural europea, entendemos por ciudad. Conoce sus suburbios, sus malls inmensos donde las playas de estacionamiento se extienden por millas, sus autos individuales, pero no la experiencia (no importa cuan sanitizada esté, no importa cuanto han limpiado las grandes ciudades) de mezclarse, chocarse, de la bella indiferencia y anonimato de las urbes.
Vimos como los chicos andaban en skate, como los negros y los latinos jugaban al basket dentro de canchas cerradas, la gente aprovechando los primeros rayos del sol primaveral, los últimos del día, y volvimos a casa. Comimos algo por ahí y nos fuimos a dormir.
El día número catorce volvimos a Strand, para que me compre un libro de Stephen Bissette dedicado al estudio sesudo y profundo de Bratpack, de Rick Veitch. Luego caminamos un poco y adquirimos un nuevo par de zapatillas para cada uno. Las mías son rojas con animal print de leopardo. Controversiales, but I’ll make them work.
Partimos de allí al botánico de Brooklyn, que es muy lindo, tiene algunos invernaderos ordenados por tipo de vegetación (desértica, tropical, etc.) donde sentimos el calor por primera vez en el viaje. Lo más lindo es que cada ambiente tenía su aroma particular, producto de la especial combinación de sus plantas. Afuera todo estaba muerto aún, y me hizo pensar en algunas Merry Melodies que tratan sobre el ciclo de las estaciones y la naturaleza. También tenía una suerte de “walk of fame” de brooklynitos famosos donde el inmenso William Gaines estaba representado.
De ahí partimos a una taquería medio hipster pero muy rica donde tomamos unos frozen margaritas y nos sentimos muy Kardashian y luego emprendimos la excursión al puente de Brooklyn.
Cruzamos en dirección a Manhattan y yo estaba convencido que estaba caminando por donde había muerto Gwen Stacy, pero un rápido googleo me acaba de informar que no. De cualquier modo, todo Nueva York está sembrado del panorama imaginario conjurado por Marvel Comics y ahora entiendo mucho mejor lo que debe haber sido para un niño o adolescente que caminaba por esas calles verlas representadas en lo que hicieron Jack, Stan y Steve. Todo el tiempo sentís que es posible que aparezca Galactus, o que se balancee Daredevil entre las calles de Hell’s Kitchen. Esas fantasías han reclamado este pedazo de propiedad inmobiliaria para siempre. El puente muy lindo, una maravilla de la ingeniería, etc.
Dimos unas cuantas vueltas por Chinatown y luego volvimos a la casa, a comer el ramen nuestro de cada día.
Apunte random: Entre las cosas lindas que tiene el subte de esta ciudad, además de andar las 24 horas y a todos lados (que transporte superior el subterráneo, probablemente mi favorito, si pudiese nunca más me tomaría un colectivo) es el programa Poetry in Motion, donde de golpe te encontrás con un poema desconocido y muy bello sobre la cabeza de alguien que está retornando a su casa cabeceando. De los que vi durante esta estadía, estos dos son mis favoritos.
Días 15 y 16.
Decidimos ir a Coney Island. Quizás la decisión menos acertada del viaje. ¿Por qué? Bueno, porque todas las atracciones del parque estaban cerradas, al igual que el arcade y el show de fenómenos, llovía y hacía un montón de frío. El parque solo abre desde Pascua hasta Halloween (simbólicamente cargado, desde el festejo cristiano hasta el festejo pagano) pero igual teníamos ganas de ver ese espacio mencionado en tantas canciones y discos. La verdad que no pasa nada. Mucha melancolía. Un boardwalk desierto. Podríamos haber compuesto todo un disco de canciones lloronas con guitarras criollas, pero solo caminamos un rato por la playa, comimos un pancho y volvimos con las manos heladas. Me di cuenta que Sideshow by the Seashore de Luna también es una referencia a Coney Island <3
De ahí fuimos al Museo de Brooklyn, que es gigantesco y tiene estatuas en su fachada de los grandes filósofos y pensadores de la antigüedad, pero por dentro es una especie de cambalache, con salas gigantes y pocas obras, espacios cerrados porque estaban montando exhibiciones y un cuarto piso muy simpático con reproducciones de casas antiguas del siglo XVIII, XIX y principios del XX por las cuales podés entrar y caminar. Además tiene un montón de cosas egipcias, incluyendo relieves de pared que en algún momento habrán estado en alguna tumba y fueron arrancados de cuajo. Una inscripción en la pared te explica muy cándidamente «como los relieves llegaron a Brooklyn» porque se los mandaron al British Museum y este ya tenía muchas cosas entonces, asqueado, los mando aquí. Imperialismo, yaaaay. Creo que ya estoy un poco harto de museos.
A la noche volvimos al lugar de las bandas, a escuchar una nueva four bill que incluía a: Black Sea, un dúo de flaquitos de California que hacían medio shoegaze-Jesus and Mary Chain efectivo y con algunos temas lindos; Lodro, una asquerosidad de unos darkies que aún piensan que PJ Harvey es música decente; Cosmonauts, que hacían… wait for it… space rock! a la Spacemen 3, con toques medio Ride y que me gustaron mucho; y Habibi, cinco chicas de Brooklyn que tocan twee muy influido por las girl bands de los 60s y por el bubblegum pop y son muy encantadoras. En general, esa noche no brindó ningún descubrimiento descollante como la primera, pero estuvo bueno percatarse de que se puede armar una fecha con 4 bandas con estilos muy diferentes entre si, a diferencia de Buenos Aires donde el sonido es muchas veces más homogéneo y aburrido. Supongo que la inmensa cantidad de personas que existen en este país y la increíble cantidad de objetos culturales que pueden consumir, unido al deseo rampante de triunfar (porque sino podés terminar en la canaleta de la vida o en el abismo de la burocracia capitalista) producen esos fenómenos de multiplicidad.
Luego de dormir durante una noche, fuimos al Bronx, el único borough que nos quedaba por visitar. En el subte de ida nos tocó un homeless negro que subió con su changuito de compras lleno de ropa y cosas y comenzó a hablar un montón en un estilo que combinaba las cualidades del predicador, el cómico de stand up y el loco de la calle: «I’m down, y’all, I’m living on a shelter and they stole 37 dollars worth of change that YOU gave me, God bless you, they picked my lock and stole 37 seven dollars worth of change! So that teaches you not to buy a 99 cent lock from a 99 cent store because they will pick that shit up and steal the change that you gave me. I’m just trying to get a room for like a dollar and a quarter a week, everything helps, all the money will go to help me get up on my feet and never for drugs, never for drugs. Not to say anything bad about marijuana, I’ll puff that shit once or twice. Everything is getting more expensive, y’all, you can’t live in this city anymore, they used to have a prison in Manhattan, not that you’ll know it these days. The next thing that’s coming is Long Island people, I’mma tellin’ you, this is free advice, they are making some beautiful condos there and you wake up and you have a view of the park, that’s living large, y’all, I’m just trying to get by, to get out of the streets. I heard Tiger Woods had an operation the other day for a pinched nerve, I didn’t even know you could operate pinched nerves! I have had back pains since 1999 and I didn’t even know! Which goes to show you that if you get to the 25%, and you keep on going, you will get into the 10% and if you keep on going you will end up in the 1%. I’m just trying to get by, y’all, I tried to apply for bankrupcy and they wouldn’t even take my debt!» And so on. Le dimos un dólar.
Una vez que llegamos a Harlem tomamos un colectivo para el Bronx y observamos todo su espíritu desde arriba de la tierra. Detrás nuestro viajaba un gordo gigante con una campera de cuero que decía algo parecido a «sicario» en la espalda y dos lágrimas tatuadas en la cara. Se nota que es el barrio más pobre de Nueva York, con edificios onda projects gigantes, ventanas minúsculas, nada de balcón, puro ladrillo a la vista, calles enteras de negocios cerrados, muchas iglesias y la única calle de tierra que vi en esta ciudad. Una iglesia tenía un cartel con la cara de un niño que decía «no dispares, quiero crecer». Recordé que los vecinos recuperaron muchos de estos edificios por su propia cuenta, en un movimiento de renovación del barrio que se extendió desde finales de los 90s hasta hoy, y que ahora están intentando mantener a los gentrificadores afuera, para que siga habiendo viviendas pagables para la gente de la comunidad. Sin embargo, no hay demasiado para hacer, así que comimos costillas con salsa barbacoa en un sucuchito de mala muerte delicioso y volvimos. Una vez en Manhattan, entramos a Bloomingdales y vimos carteras de 7000 dólares y empleados impecablemente vestidos que atendían a millonarios rusos.
Días 17 y 18.
El décimo séptimo día amaneció nublado y lluvioso, así que ¿que mejor que ir a comprar discos? Arrastré a Allegrucci y a la Sazy hasta lo que para mi era la ballena blanca de las tiendas, Insound, pensando que tendrían una hermosa tienda llena de anaqueles con todos los discos del mundo. Nos adentramos en un galpón reconstituido de Greenpoint (la parte más cheta de Brooklyn, más todavía que Williamsburg) donde había oficinas para artistas que estaban trabajando en unas gigantescas esculturas de osos polares rosas.
Una vez que logramos encontrar la entrada en ese laberinto ya no industrial, descubrimos que Insound no tiene tienda-como-objeto-físico, solo hacen envíos por internet, entonces lo que había era una oficina atendida por unos cuantos nerds e hipsters, con cajas de discos de vinilos en el suelo y una puerta delgada por donde se observaban un espacio de almacenamiento infinito. Un vaguito de anteojos bien piola, llamado John, sin embargo, me dijo que estaba todo bien, que me podían vender algo, que este tipo de cosas pasaban. Compré algunas cosas rápidamente y huimos a comer a un restaurante polaco que estaba excelente. Bien la inmigración polaca en Nueva York, han sabido mantener sus sabores en la comida y no sucumbir a la estandarización masiva que, por ejemplo, aqueja a gran parte de la cocina mexicana (que además ya está mucho más mezclada con lo yankee, los cuales a su vez han adoptado su tolerancia al picante, algo que me parece de lo más destacable de Nueva York: si hay opción picante, es picante de verdad).
A la tarde la pasamos haciendo cola para entrar a la Neue Galerie, una galería austriaca y alemana que tenía una muestra sobre el arte condenado por Hitler. Los hijos de puta solo tienen un día gratis al mes, durante 2 horas, por lo cual había una cola inmensa que daba vuelta a la manzana. Tomamos frío, miramos su candelabro vienés a través de la ventana de la calle y nos fuimos a tomar un café.
A la noche habíamos decidido ir al Comedy Cellar, una actividad que casi descartamos y a la que no hubiésemos concurrido de no ser por la insistencia de Sazy, y la verdad que hizo muy bien en molestarnos, porque nos hubiésemos arrepentido para siempre de no ir. Igual no fue una tarea fácil. Se llena todos los días, hay que sacar reserva y estas se agotan rápido. Si no tenés, te anotan en una lista de espera y estás sujeto al destino. Así, no pudimos ingresar al show de las 8 y tuvimos que esperar hasta las 10 y media, en el medio de un día lluvioso y horrible (en el interín, igual, comimos un burrito) para que llamen nuestro nombre y poder entrar.
El lugar es, realmente, un agujero en el suelo, pequeñísimo. La entrada no es precisamente barata y adentro tenés que tomarte dos tragos, mínimo, lo cual la encarece más, pero todo ello valió la pena. Lo genial fue que observamos un grupo de cómicos que oscilaban entre distintos estilos de comedia con gran amplitud. Primero vino Ali Wong, que hacía chistes sobre tener hijos, casarse, envejecer, la longevidad china y manipular a tu pareja, con una gran presencia escénica que oscilaba entre la indignación y la superficialidad, la maldad y lo sardónico. Luego vino Tony Woods, politicamente incorrectísimo, con el delivery de un stoner o un borracho, que parecía tropezarse con las bromas en vez de buscarlas, en una de las perfomances más calculadamente cómicas que haya visto en mucho tiempo. Luego Gregg Barnes, más relajado aún, con un estilo de comedia tendiente a burlarse de las tensiones raciales e iniquidades sociales, de los policías, imitador de voces y de efectos de sonido excelente. Después de él, y cambiando completamente el eje, vino Lenny Markus, nervioso, rápido, neurótico, judío, agotado de la humanidad, fue el que más material tenía, el que más habló y quizás el que tenía un estilo de humor más conocido para nosotros. Finalmente subió Jay Oakerson, que me pareció el más vago y simple, ya que toda su comedia provenía de interacciones y burlas al público y con el público.
Por supuesto que salimos felices, a esperar 40 minutos el subte por primera vez en el viaje y odiar la vida de nuevo.
Al día siguiente tocaba MoCCA, que es una convención de comics independientes bastante grande, con la particularidad de entregar una inmensa cantidad de su espacio a artistas nuevos y «en la lucha», que llevan sus fanzines, posters, dibujos, pins y cositas para vender, hablar con otros artistas, promocionarse. Tiene fama de ser muy cálida y buena onda, en comparación con las convenciones destinadas al segmento mainstream de la industria. Y la verdad es que se veían muchas cosas lindas, muchas revistitas a 3 y 5 dólares de artistas ignotos, muchas dibujantas (probablemente la mitad de los expositores). La gente te saludaba desde su puesto y describían sus cosas o se ponían a charlar. Es una convención que busca cortar la distancia artista-público, que sirve para que muchos de estos tipos recauden el dinero suficiente para poder seguir viajando y haciendo comics, ya que hay todo un circuito de convenciones indie en EEUU que sirve para sostener la actividad y adonde se espera que todo buen aspirante a dibujante lleve su mesita y sus cosas y networkee y se venda a si mismo, girando todo el año. Estaba, por ejemplo, Bill Plympton, en bermudas y mangas de camisa, con el pelo alborotado, sentado en su mesita con sus DVDs promocionando su próxima película, Cheatin‘, y sacándose fotos con sus fans. Pero a pesar de la buena onda y la buena atmósfera, es medio difícil no pensarla, como tantas otras de estas reuniones, como un inmenso shopping donde las opciones siempre terminan siendo limitadas por tu falta de dinero. Compré cosas lindas, pero nada completamente desconocido, abrumado por las opciones y por el temor de comprar por la portada y sorprenderme con algo choto.
Lo más interesante del MoCCA fue la charla de Art Spiegelman y Joost Swarte, a la cual pudimos entrar a pesar de la gran concurrencia y que duró una hora y media, pero podría haber durado 3. Tener al frente a esos dos tipos articulados, inteligentes y divertidos hablando sobre comics, sobre su infancia y su obsesión con los ladrillos y las fuentes tipográficas, sobre la influencia de los undergrounds en el comic europeo de finales de los 60s y los lazos comunes entre esos dos mundos, sobre el diseño y la manera de organizar la página de forma narrativa, fue un verdadero placer. Spiegelman ya tiene la apariencia de un tío abuelo sabio pero tiene una energía sorprendente, se sentó sobre el respaldo de su silla, como un adolescente, en sus propias palabras, durante gran parte de la conversación y además de ser endiabladamente sabiondo tiene un gran timing para los chistes y la frase citable. Swarte es la imagen del deadpan y la amabilidad, pero oculta una atención al detalle y a la manera en que los comics funcionan de forma narrativa, incluso como imágenes independientes, impresionante. Además estaba la grandiosa Françoise Mouly en el público, metiendo la cuchara en más de una ocasión, corrigiendo alguna apreciación o contando una anécdota.
Luego de eso no había mucho más que hacer que salir con la cabeza hinchada, beber un par de tragos y volver al hogar.
Días 19, 20 y final.
El domingo, penúltimo día, como buenos cristianos que temen a Dios, nos dirigimos a una iglesia a escuchar gospel. Elegimos una gigantesca, llamada Brooklyn Tabernacle, cuyo coro le cantó a Obama en la inauguración de no sé que cosa.
Apenas llegamos quedamos impresionados por el tamaño del edificio, según Allegrucci es como una especie de Gran Rex u Opera. Creo que nunca entré a ninguno de los dos, así que no podría confirmarlo. Nos habían recomendado llegar una hora antes para conseguir asiento, pero eso no fue problema, es tan grande que la gente seguía entrando una vez que comenzó el servicio y los asientos abundaban. El flujo de gente no paró hasta que la iglesia estaba repleta, con cada asiento ocupado. ¿Cuánta gente había? Nunca fui bueno para esos cálculos. ¿2000? ¿3000? Eran muchísimas personas.
Y cuando comenzaron a cantar fue algo bastante impresionante. El servicio estaba dividido en una hora de canto y música, en distintos formatos (maestro de ceremonias que arenga, dúo de jovencitos en plan pop, dúo maduro más estilo American Idol, coro) y una hora de sermón y durante esa primera hora realmente entendés una o dos cosas de la religión y sus porqués. Estar rodeado de gente que canta emocionada “praise the lord”, baila, levanta los brazos al cielo, cierra los ojos y llora y en general encuentra paz y desahogo en esa práctica te choca como si fuesen olas de emoción circulares que te conmueven en algún lugar de tu caja toráxica (y me recordó a este, uno de mis temas favoritos de Lou Reed: ). Esa primera hora de misa es de una belleza no ensayada que involucra por completo a todos los presentes y te hace entender que una misa es algo muy diferente a un evento cultural con música. En fin, el hechizo sin embargo se quiebra una vez que comienzan a pedir dinero para la iglesia o, sobre todo, cuando comienza el sermón y se nos informa que la única vía para la salvación es la aceptación de Jesucristo como nuestro salvador y que eso no es una materia de opinión, sino que está en la Biblia y es un hecho. Pero esa primera hora, que poderosa.
Luego de ello volvimos al Chelsea Market y nos encontramos con un malón de tucumanos y dos uruguayos. Comimos, caminamos por el High Line. En un momento nos sentamos en frente a la Quinta o Sexta Avenida, en una especie de mirador que solo nos permitía ver como pasaban los autos y Boby describió bastante bien la sensación de estar observando algo que claramente no es ni una vista bonita ni algo destacable diciendo “Pensé que me iba a sentar un rato y entender esto, pero no está pasando”. Luego fuimos a beber.
Pasamos por un bar en un barco donde la inmensa mayoría de la gente tomaba Bud Light, una actitud que contradice lo humano; un bar gay oscuro y con gran música donde el barman estaba en cueros y te daban lapicitos como souvenir, supongo que para anotar teléfonos; y finalmente un bar más tradicional donde con la Clo nos involucramos en una de mis actividades lúdicas favoritas: intentar explicarle el peronismo a un uruguayo. No sé si fuimos exitosos. Luego intentamos llegar a un bar de Brooklyn para ver el primer episodio de Game of Thrones y entramos por su puerta justo cuando estaba sonando la música de los títulos finales. Decepcionados, buscamos otro antro y encontramos una caja de cds de Danger Mouse y MF Doom tirados en la calle, junto con un EP de una banda que no conozco y una mesita ratona rosa muy linda. Me dio pena ver los cds tirados y me guardé cinco en la mochila. Después los abandoné en la pieza que alquilábamos cuando me terminé de percatar que no tengo donde reproducirlos. Fuimos a un bar canadiense y bebimos un poco más y volvimos al subte, dónde el celular de Juje voló de sus manos y cayó con un sonido claqueteante debajo de un montón de escaleras.
Los últimos días ya se vuelven un poco gomosos y grises. Volvió a llover. Luego hizo calor. Ya queríamos volver a casa. Caminamos. Tomamos cerveza polaca. Comimos hamburguesas. Me salieron ampollas en el pie. Tomamos café. Viajamos a Manhattan por última vez y terminamos en Union Square como el primer día. Vimos una ardilla que escondía las bellotas que le había tirado algún buen samaritano.
Finalmente emprendimos el viaje hacia JFK con dos mochilas de 10 y 8 kilos y dos valijas gigantes y gordas. Subimos al subterráneo, hicimos combinaciones y finalmente estábamos en el Airtrain mirando los mismos árboles sin hojas, los mismos estacionamientos, las mismas casitas de madera que habíamos observado cuando llegamos, pero ahora en cambio de las sonrisas gigantes y la incredulidad que habíamos portado en el viaje de llegada, llevábamos cansancio y ganas de volver a nuestra casa. Viajamos con una chica que parecía Greta Gerwig, pero este dato es incomprobable. Ahora lo pienso y me invade la estúpida nostalgia que tiñe hasta los recuerdos más banales de un viaje. Pienso que debería haber vivido ese momento HASTA EL MÁXIMO y no deseando dormir 24 horas en mi propia cama.
Subimos al avión y dormimos gran parte del viaje hasta Lima. De vez en cuando Allegrucci me codeaba porque estaba roncando mucho. Me desperté a la madrugada del miércoles y encendí la pantalla de LAN para ver dónde estábamos y cuanto faltaba y me di cuenta que ya estaba muy lejos, físicamente y de forma inalterable, de Nueva York y que no sabía si algún día iba a volver allí. Nueva York me pareció una ciudad conflictivamente vital. Por un lado Manhattan es una cosa cromada, carísima, medio un museo para la gente rica de la ciudad. Por otro lado Brooklyn es una cosa más contradictoria, con mucha gente hambrienta intentando pegarla y bastante de auto-desprecio por su propia condición hipster (en ese sentido, es bastante parecido a Buenos Aires). A la vez es una ciudad segura y pasteurizada en grandes cantidades (igual no estuve en el Bronx de noche, por ejemplo). No me sentí tan seguro como en Nueva York en ningún lado. Y es una ciudad que, por momentos, parece de paso: cientos de jóvenes desesperados se mudan a ella año tras año y hacen la universidad, tienen sus bandas, arman sus sitios web y fanzines, intentan escribir sus cuentos o dirigir una película y luego se agotan y se vuelven a mudar a los suburbios de donde venían para que sus hijos los odien y vuelvan a mudarse a una gran ciudad y repitan el ciclo. Es una ciudad que claramente no está muerta, que todavía es la capital del mundo en un montón de sentidos, pero que quizás es, también, la capital de un imperio en decadencia.
Es raro viajar. Por momentos es como entrar a un tipo diferente de shopping gigante y uno no puede olvidar que en última instancia es una forma diferente de consumo. Por otros momentos es todo sobre la experiencia y observás cosas sorprendentes y vivís cosas que inmediatamente se transforman en recuerdos. Por momentos solo querés volver a tu casa y a tus cosas y al orden que conocés. Finalmente conseguís tu deseo y al poco tiempo comenzás a extrañar ese lugar al que no sabés si vas a retornar. Extrañás a la persona que hubieses sido si, en un universo paralelo, hubieses crecido ahí. Los colores y los sabores y las calles. Pero la vida y las opciones son finitas y siempre todos tenemos que volver a trabajar.
Hace dos días volvimos de visitar Nueva York unos días, y la verdad comparto del todo la última reflexión, sentí lo mismo y acá lo articulás muy bien. Algo así como que viajar (y quizá particularmente a esa ciudad) es una forma extrema de imbuirse de nostalgias ajenas.
Y digo que particularmente esa ciudad, porque de alguna manera cuando la conocés, ya la conocías de una manera mediada vía comics, series, películas, música, etc. Como quizá le pasaría a generaciones anteriores con Paris, llegás a Nueva York a comprobarla , a contrastarla con la que llevás.
Abrazo de turista.
mirá, Luke Haines dice lo mismo :)
BV: So when you finally made it to New York with The Auteurs, where did you first play?
LH: We played CBGBs.
BV: So walking into this mythic rock n’ roll place, what did you think?
LH: «This is a fucking dump!» (Laughs) ‘Cause it was. My first memory of New York was, you’re driving in from the airport and you see signs for the Rockaways. Even as a huge Ramones fan, when I first came to the city at age 25, I never realized that Rockaway Beach was a real place. And you see signs for Queens, it’s all the stuff that only previously existed to me in these amazing records. New York is a great place for mythologizing, maybe the ultimate city for mythology, even more than London. When you come here you’re immediately in a movie. This was the early ’90s before things got cleaned up. There were still loads of crazy people. It was exactly like I wanted it to be.
abrazo!
Excelente el diario! inmejorable data de librerías, disquerías y opciones gastronómicas. Hermoso relato de los días. Nostálgico y muy buen final. Como amante de Nueva York La pasé muy bien leyéndolo.
Un saludo…
eh, muchas gracias, decoy, me alegro que guste! :) ahora yo también formo parte del club de los amantes de nueva york.
un saludo!