A Youth Well Wasted.
1.
No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez, pero sí recuerdo una de las primeras. Tenía un grupo de amigos del barrio que vivían en la otra punta de la cuadra, en una mitad que, para mis 5 o 6 años, parecía tan lejana como Letonia. Eran un grupo de gamberros, más bien, de los que se quedan despiertos hasta bien tarde boludeando en la cuadra, en chancletas y bermudas.
Uno de ellos tenía un Atari. Vivía en una casa aburrida y gris, donde siempre me sentía incómodo y donde había demasiados miembros de una familia para mi mente de chico de familia nuclear de lo más normal del mundo.
Al lado de la casa de este muchacho, un chico al que le decían Turi tenía otra Atari. Supuestamente más moderna. Con más juegos. Recuerdo que me hizo entrar en su casa y me mostró su habitación llena de fotos de mujeres en bikini, cosa que en su momento me asqueó y horrorizó. Yo me tapaba los ojos y enrojecía de la vergüenza mientras él intentaba fmostrarme viejas vedettes, de revista Gente o Caras, pelos alborotados con fijador y raíces visibles, mallas enterizas con agujero en la panza o bikini, mucho delineador.
Jugamos a Spider-Man en el Atari y era una especie de mancha insólita que saltaba encima de un fondo perpetuamente igual, perpetuamente igual, perpetuamente igual, de edificios grises con ventanas blancas. En cámara lenta, como parecía todo en una Atari, como si a cada pixel individual le costase lo indecible moverse.
Y mi primera impresión: ¿Qué pasaba que Spider-Man no se parecía en nada al Spider-Man que yo conocía sino que era una masa de cuadraditos de colores?
2.
Año…91 o 92, no lo sé bien. Año fundamental para el crecimiento de mi carácter. El año en que empecé a leer comics. Ese año, mis padres emprendieron su único viaje exótico en los últimos 15 o 20 años. A Venezuela. Caracas. Había un congreso de psicoanálisis. Nos dejaron con nuestros abuelos. Y yo, hoy, a la distancia, me percato del pánico que tenía a mi abuelo, anátomo-patólogo de buen corazón pero formas duras y secas, que creía en la disciplina de manera más fervorosa que mis padres y cuyos comentarios educativos y lecciones me aterraban.
De esas semanas de dormir temprano, comer los vegetales, escuchar sermones con voz férrea y reprimendas insolubles, mi recompensa fue el Family Game que me trajeron mis padres. ¡Un Family Game de Venezuela! Lástima que no haya sido un Family Game bolivariano. En aquella época los venezolanos tenían a su Menem personal, Carlos Andrés Peréz, a quién Chavez intentó derrocar.
El aparato venía con 64 juegos en su memoria. Lo cual era, en aquel entonces, una enormidad de aventuras posibles. El problema: solo funcionaba en una pequeña televisión 16 pulgadas que teníamos en la cocina de casa. Que era blanco y negro. Un problema con la norma. Curiosamente, la única tele que multinorma era la más vieja. Así que, durante tardes enteras me sentaba frente a esa pequeña pantalla, con un grupo de niños a mi alrededor (una regla general del jugador de videojuego infantil y los grupos: el dueño es siempre el que juega el 90% del tiempo, mientras sus amigos miran, es así, no hay modo de ocultarlo, el que pone la máquina domina) jugando cosas como el Contra (nunca aprendí el Konami Code a tiempo, solo llegaba al tercer nivel), Lifeforce, Mario, Antarctic Adventure, Mappy, 1944, Twinbee, Battle Tanks, Battletoads (su legendaria dificultad es muy real) y un juego de aventuras cuyo nombre nunca recordaré (además estaba en japonés) en el cual eras un pequeño espadachín que se metía en cuartos para recolectar armas y matar monstruos.
El día que tuve mi primer Megaman (en su versión japonesa de “Rockman”) volví corriendo tan emocionado a casa que me caí y me golpee la quijada. Compre un juego de X-Men que era poco mejor que el juego de Spider-Man que había experimentado en Atari. Mi primer Castlevania, el original, demostró ser demasiado difícil para mis habilidades juveniles. Sin embargo, en general, tenía pocos juegos realmente buenos, y mucha porquería comprada por la caja o porque la protagonizaba algún héroe de la televisión o el comic. La mayoría de los juegos que disfruté y terminé eran prestados. Supongo que eso les pasa a muchos niños que comienzan a jugar videojuegos.
3.
A los 12 años me regalaron una Mega Drive. En el interim me había vuelto un ávido consumidor de revistas de videojuegos españolas y argentinas. Como en tantos otros ámbitos de la vida, me atraía casi tanto lo que se decía sobre un objeto que el objeto en sí mismo, y me devoraba las reseñas y las guías (por algún motivo recuerdo una guía del juego Flashback, de Mega Drive, que me afectó mucho emocionalmente. Hasta el día de hoy no le he jugado). Era un modo también de experimentar juegos que venían en consolas que yo no contaba con esperanza de obtener. Cuantas veces quise una Neo Geo, pero parecía inadmisiblemente cara, inclusive en Carlitoslandia.
Por esas casualidades de mi complexión mental, que me impulsa a organizar todo en mi cabeza en dicotomías antinómicas, en aquel momento había decidido (del mismo modo que había decidido, un par de años antes, que me gustaba más DC que Marvel y había vendido todos los comics de la Casa de las Ideas a una librería de segunda mano) que me gustaba más Sega que Nintendo. No sé exactamente por qué. Probablemente porque Sega me parecía más desprotegido, el underdog, mientras que Nintendo tenía a casi todos los personajes importantes y además recibía elogios incesantes por cosas como Starfox y Donkey Kong Country. Era la consola cheta, la que tenían los chicos con verdadero dinero que podían pagar sus cartuchos.
El Sega llegó a mi casa un Noviembre caluroso con un solo juego: Mortal Kombat 2, que había visto en los numerosos fichines que asperjaban las calles del centro tucumano y, como a cualquier niño de 12 años que descubre un nuevo grado de violencia, me había impresionado mucho.
[Breve interludio.
¿Hubo alguna época de la vida en que los fichines no fuesen antros de perdición y mugre para las madres y algunos niños impresionables? ¿Donde no circulasen historias sobre drogas y abuso de menores en sus recintos?
Yo recuerdo que esa era la sensación general en Tucumán cuando crecía. Incluso hubo uno que cerró, según se recuerda, porque las acusaciones de venta de estupefacientes eran reales (el edificio continúa abandonado hasta el día de hoy)
Sin embargo, mis padres nunca me impidieron concurrir. Me abandonaban en la zona con 2 o 5 pesos (que en aquella época alcanzaban cómodamente para 8 fichas, un cono de papas fritas y una coca) y me pasaban a buscar un par de horas más tarde. Quizás mis padres eran simplemente irresponsables.
En los fichines conocí Cadillacs & Dinosaurs, todas las sagas de pelea de SNK, el Turtles In Time, el Space Invaders original, el Gal Panic (evidencia suficiente de su sordidez para un niño, hombres y adolescentes desnudando núbiles japonesitas) el Snow Brothers, el Joe & Mac y el Street Fighter. Perdía muy rápido. Cuando era muy chico, pensaba, engañado por las pantallas de prueba, que se podía jugar sin fichas. No me gustaba hacer combates, a pesar de que si cumplía con el rol infinitamente común del “observador”, ese personaje que se para detrás de quien juega, se pone contento cuando gana, se agarra la cabeza cuando le pegan demasiado y, en general, se queda como un maniquí detrás del jugador, que también parece un muñeco de plástico con articulaciones solo en sus muñecas.
Luego, en mi adolescencia, pasaba a jugarme unos morlacos en Marvel Vs. Capcom, House of The Dead y Point Blank, la última edad dorada de los fichines en mi ciudad y en el país entero. Salía de inglés y disparaba a unos zombies o ninjas de cartón. Luego de ello llegó la computadora a mi casa y los arcades pasaron a un segundísimo plano. Ya no eran escasos ni lejanos, de pronto uno podía jugar en su casa con la misma calidad de imagen.
Este año cerró la última gran casa de videojuegos de mi ciudad. Se llamaba “Tic Tac Toe” y durante años subsistió, en un local gigantesco del centro, vendiendo tarjetas recargables en vez de fichas y acumulando gigantescos grupos de adolescentes que se reunían en su puerta para escuchar cumbia. Hoy en día es un estacionamiento, que todavía conserva las pinturas y dibujos de su antiguo negocio en las paredes. ]
Me dediqué a jugar durante tardes enteras y aprenderme cada Fatality, cada Babality y cada Friendship, ayudado por el ingente consumo de revistas especializadas. Luego, armé una galería de personajes bizarros de videojuego, que sólo existía en mi cabeza y que se reunía para combatir el crimen, en un team up inexistente: Boogerman, Vectorman, Earthworm Jim, Sonic…
El Sega fue la primera consola en que recuerdo haber terminado juegos, una combinación de perseverancia típica de la mayor edad y la posibilidad de utilizar contraseñas y guardar el progreso (la ubicuidad de la guardada quizás sea EL avance en la arquitectura de los videojuegos de los últimos 10 años: es lo que permite que un juego se pueda jugar de principio a fin, que sea experimentado como una narrativa o una verdadera aventura y les quita un alto nivel de frustración. Vuelve, también, a los jóvenes despreocupados por la cantidad de vidas. Hoy veo niños jugando y casi que no les importa su energía y, en todos los respectos, la cantidad de vidas se ha vuelto infinita).
Luego, a medida que los años avanzaban, mi Megadrive fue quedando tristemente obsoleta. Se comenzaron a romper los joysticks y los transformadores, la antena ya no conectaba, los juegos se extinguían. El aparato quedo abandonado en un rincón de mi armario, donde descansa hasta el día de hoy, manco, ciego y mudo.
4.
Los últimos encuentros de mi adolescencia se refieren a la tercera generación de consolas y a la posibilidad de la emulación.
Unos amigos compraron la Playstation 1 cuando todavía era una novedad. Yo recién estaba saliendo de la primaria y ellos, una pareja de mellizos masculino-femenina, eran de mis mejores amigos en la escuela de la cual estaba saliendo y a la cual luego odie por mi circunstancial condición de outsider en aquellos años.
Los primeros veranos post-primaria me los pase en su casa, jugando a la Play y desarrollando el gusto por los controles analógicos y el verdadero 3d. Volvíamos de un club de barrio al cual íbamos a la pileta, toda la tarde (donde, nadando 40 largos por día, en un verano entre primer y segundo año, perdí la mayoría de mi sobrepeso) y nos apoltronábamos con los ojos rojos y las extremidades cansadas a beber jugo, comer galletitas y pegarle a los botones. De aquellas épocas recuerdo el Resident Evil 2 (juego infernal, donde realmente todo te daba miedo y la muerte estaba a la vuelta de la esquina), el Crash Bandicoot 1 y 3 (nunca jugamos al dos, no sé porque, pero terminamos ambos y me parecía un gran plataformas), el Midnight Creatures, el Twisted Metal (jamás domine completamente la estrategia de destrucción, pero era un juego jodidamente divertido) y algún que otro juego más. No llegue a jugar, sin embargo, a la mayoría de los juegos que luego compondrían el catalogo más innovador de la máquina de Sony. Mucho beat’em’up y juego de lucha estúpido.
Luego perdí el contacto con ellos, de la manera en que suele suceder: cambiando de grupo de amigos cada unos cuantos años. Quedaron olvidados en su pequeño departamento de la calle Moreno, junto con la Playstation y las bicicletas que utilizábamos para salir a recorrer la ciudad, a veces hasta el cerro, casi todos los sábados. Seguí jugando a la Play, pero en estos casos generalmente solo se reducía a largas maratones de Marvel Vs. Capcom o King Of Fighters (juego que jamás logre dominar a la perfección, cuyos combos siempre me parecieron demasiado difíciles pero que sin embargo me seducía por su amplitud de opciones, por la sensación, siempre evanescente, de que uno de esos personajes tenía que ser el tuyo).
Al mismo tiempo, la adquisición de una computadora causó que, de golpe, pudiese entrar al maravilloso mundo de los emuladores. En ese breve interludio, re-descubrí por primera vez a las máquinas de Nintendo, con especial énfasis en el Super Nintendo y el Gameboy.
En esa primavera adolescente dorada en la cual todavía no me daba cuenta del mucho tiempo que tenía para desperdiciar sin culpa y sin miedo, me dedique intensamente a terminar el Zelda: A Link To The Past, que todavía me parece una de las mejores aventuras que jugué en mi vida, y a darle obsesivamente al Pokemon Red. Nunca llegue a jugar a las siguientes versiones de este álbum de figuritas en forma de videojuego, pero debo decir que los meses que pase recolectando Charizards, Hypnos y Grimers fueron de los más divertidos de ese año. Pokemon tiene algo que justifica su enorme éxito y es que, realmente, su biblioteca de monstruos esta encantadoramente diseñada y tiene una variación maravillosa, que pueden hacer las delicias de cualquier niño con gusto por la naturaleza, los seres míticos o síndrome obsesivo compulsivo.
De este período recuerdo, por último, un juego difícil de calificar de popular: el Actraiser, una combinación extrañísima de God Game y juego de plataformas al estilo beat’em’up en el cual uno jugaba como una especie de Arcángel que debía colonizar secciones de un mundo salvaje para luego mantener a sus habitantes felices y contentos mediante la plegaria, el agua, las plantaciones de granos y los edificios. Creo que lo que más disfrutaba del mismo, justamente, eran las porciones en que se transformaba en un God Game, sobre todo porque era relativamente sencillo, con una cantidad de ítems limitada y un manejo simple de sus pantallas. Nunca llegué a terminarlo, porque su última pantalla se me hizo demasiado difícil.
Luego de eso llegaron las chicas, el alcohol, las drogas y los recitales, y los videojuegos se vieron expulsados durante muchos años de mi existencia. Pensaba que eso era el crecimiento natural de cualquier persona de mi franja etaria, que los videojuegos eran algo que debía quedar en la infancia y la post-infancia. Utilizaba contra ellos el mismo prejuicio que siempre deteste, combatí y nunca adherí de los comics: que eran un modo de expresión que tiene circunscripta su vida útil a un determinado período biológico.
No me daba cuenta que yo pertenecía ya a esa generación para la cual los videojuegos no eran un entretenimiento pasajero, sino que formaban parte del sonido de fondo de nuestro crecimiento. Que ya habían deformado nuestra mente indeciblemente. Que el germen estaba plantado desde aquella Atari.
Lo único que hizo falta fue un instante fuera de guardia, un juego nuevo de plataformas imaginativo, un momento de tranquilidad, la compra de una Play 2 por parte de un sobrino…y las manos se movieron como si estuviesen programadas, como si el joystick hubiese venido estratificado en nuestro ADN. La verdadera frase del siglo XXI es: “Es como jugar videojuegos. Una vez que lo aprendes nunca más te olvidas”.
bolud,,, no lei nada, pero estoy viendo las imagenes y se me eriza la piel.
Uno de los mejores recuerdos de mi gira de 7° grado a mendoza fue la compra de uno de los mejores juegos de aventura/plataformas/acción que haya jugado, en formato de 3 diskettes de 5 y un cuarto: Flashback.
También había leído una review unas semanas antes y no podía creer cuando lo vi en la vidriera de vaya a saber qué local comercial del centro mendocino.
Creo que todavía debe valer la pena hacer un par de búsquedas en google y bajarlo. Y ya que estás, bajá el Another World también.
conmovedor
no hay nada como las aventuras de rol, no hay. Las horas invertidas en los entretenidísimos Maniac mansion, Monkey Island e Indiana Jones son invaluables.
Yo era coleccionista de la Action Games (aun las tengo casi todas, creo), luego de la PC Juegos y cada tanto compraba una de esas gallegas como la OK Consolas u otras del estilo.
tu infancia y la mía fueron muy parecidas…
No soy asiduo a este blog pero me encantó el post. Yo de chico eratu rival porque era «hincha» de Nintendo y odiaba a Sega, que era la consola de mi mejor amigo.
Hasta el día de hoy tengo emuladores de los juegos que me volvieron loco cuando tenía 8, 9 y 10 años y todavía sigo jugando a ellos. Creo que así como nuestros padres vivieron sus historias maravillosas en el cine, nosotros las vivimos en consolas, con algo más de protagonismo. Todavía me acuerdo la primera vez que gané en el nivel más difícil de la Street Fighter, que derroté a Koopa en el Mario World o que salí campeón del mundo con el Super Soccer, y la sensación que tenía era una mezcla de mucho más parecida a la de terminar de leer un libro que disfrutaste que cuando terminás de ver una película.
El título del post me hizo acordar al hit de DAF «Verschwende deine Jügend» (Desperdiciá tu juventud), aunque no creo que hablara de videojuegos.
Sarpado post, quizás de los mejores que leí en este blog. Me hizo acordar a esa canción que dice «eso que vos definirías distracción/ a fin de cuentas fue mi educación». Y me hizo acordar mucho a mi infancia, aunque la mía tuvo más que ver con el Game Boy y el mundo de Nintendo. Pero está todo ahí: el primer contacto con las consolas, la primera vez que vi el Mortal Kombat 2, el verano que pasé jugando a la Play en la casa de un amigo. ¡Hasta tenemos la misma idea sobre el Pokémon! Me emocioné.
Hermoso! que buen post y cuantas coincidencias, me imagino que crecer en Santa Fe y Tucumán en los noventa no debe haber sido tan diferente.
Yo también me agarre la desilución de la vida cuando me trajeron el family con el Street Fighter, esos muñequitos pedorros no se parecian en nada a los de los fichines que yo jugaba.
Recuerdo también unos meses en los que la municipalidad había prohíbido el ingreso a los menores a los fichines, esos deben haber sido los meses más oscuros de mi infancia.
yo compre unas action games. pero mi revista favorita de la epoca era la game pro. me acuerdo que en la seccion que los lectores mandaban dibujos el motivo siempre era a sonic masacrando a mario, jaja.
grandes momentos de los videojuegos: cuando un verano con un amigo terminamos el juego de los super campeones en family. anotabamos los passwords en japones, jaj.
cuando compre el earthworm jim y el que me lo vendio me dijo que era el mejor juego de la decada y tenia razon. ah, el de los picapiedras en el family tambien. no se montones.
ta loco, ahora que lo pienso, recuerdo efectivamente la primera vez que vi el mortal kombat 2.
No deben ser muchas las cosas sobre las que pueda decir lo mismo.
tengo que depositar mi nostalgia en algún lado: la Micromanía, en formato de tabloiode, ahhh
y la gloriosa xtreme pc!
‘Tá hermano: ¡Me tocaste con este post!
Y con la última frase me hiciste reír y desparramar las migas de unos waffles de limón que estaba comiendo. Todo mal ;-)
muchas gracias por todos los comentarios buena onda.
es que, la verdad, todos tenemos un mario en el corazón. el que no jugo video juegos en su infancia no tiene corazón y seguramente es rugbista.
Yo nunca fui muy consolero, yo creci con la MSX y las PCs de mis amigos. Y recuerdo montonazos de juegos que me marcaron a fuego. Y si, los fichines siempre fueron percibidos como antros de perdicion por todo el mundo,e xcepto los pibes que ibamos ahi a divertirnos. Recuerdo la cantidad de rateadas que terminaron conmigo en un Play Land que habia cerca de mi colegio, jojojojo.
Y para los nostalgicos de los juegos viejos, recomiendo http://www.abandonia.com. En esa pagina encontraran muchisimos juegos viejos de PC que tantas delicias han hecho de nuestra infancia